[Es sólo un espejismo en medio de la maraña ]
Cuando despertó notó que la batahola urbana y consuetudinaria había desaparecido en el puerto difunto por arte de magia. Pero en lugar de sonreír se asustó. Le entró miedo y no se movió de la cama para desperezarse como era la rutina de las mañanas. No, mil pensamientos pinchaban su ánimo. El corazón iba a toda prisa. Mierda, me quedé sordo, balbuceó resignado y con mala leche. Pensó que la hipoacusia silenciosamente ganaba esa batalla. Notaba que cada día sentía se volvía más sordo. Que en una conversación ensayaba artimañas para oír mejor, buscaba el mejor ángulo para escuchar a su interlocutor o interlocutora sino no apenas oía el final de la frase y para no quedar mal y contaminarse de culpa, sonreía. Como buen pesimista que es pensó que esa mañana había tocado fondo. Era sordo al completo. Mentó la madre al destino, al maldito guirigay de los platanales y se acurrucó como un caracol dentro de su caparazón. Metido en su presumible sordera ignoraba que el alcalde en un gesto que decía mucho de la primera autoridad edil, en el área señalada como Centro Histórico del condado literario de Isla Grande, los irónicos, la llamaban Long Island, decretó una medida revolucionaria sin precedentes en el marjal: la restricción del tráfico de vehículos motorizados y que los bienes inmuebles declarados bienes culturales serían restaurados respetando el contexto urbano. Él se enteraba de la medida edil por las noticias de los radioperiódico y esbozaba una sonrisa floja. Además, las obras que se edifican en esa superficie respetarían las leyes y reglamentos con extremo rigor. Que para facilitar la locomoción de las personas ponía a disposición bicicletas gratuitamente que sólo circularían por el centro histórico y que, seguidamente, se empezaría la construcción de carriles bicis por todas las avenidas. Sonrío. Daba brincos por la noticia, además que la sordera no había ganado la guerra sino que por esa medida municipal no se escuchaba la bulla de motocarros y otros vehículos. Estaba muy feliz, japy. Hasta que súbitamente despertó cuando golpeaban la puerta de su habitación, era uno de los vecinos de la quinta que le recordaba que guardara el agua en los bidones que más tarde la iban a cortar. Al abrir la puerta entró una ráfaga de bulla del jirón Próspero y todo volvió a ser lo mismo.