ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Gabriel García Márquez murió el 17 de abril del 2014. En mayo de ese mismo año, como no podía ser de otra forma, la Feria del Libro de Bogotá estuvo dedicada a él. Todo en el campo ferial olía a flores amarillas. Por dónde uno caminara se encontraba con el rostro del niño de Aracataca. Recorrimos esos senderos con Percy Vílchez Vela, el escritor más prolífico de la Amazonía peruana, al decir de Raúl Miranda.
Fue precisamente el poeta Vílchez quien, al ver que le entregaba el último libro sobre Mario Vargas Llosa escrito por Alonso Cueto, me mostró “Gabo y Mercedes: Una despedida” de Rodrigo García, hijo de ambos. Luego de leer las 144 páginas, 32 de ellas de fotografías familiares, no queda más que concluir que es un texto que todo sexagenario o cercano a esa edad tiene que leerlo. No solo porque se descubre la vida de Gabo sino, sobretodo, por la dignidad con la que enfrenta la muerte. Es un texto sobre su vida y su muerte.
En sus páginas uno se detiene en frases como “escribir sobre la muerte de un ser querido es tan antiguo como la escritura” o “cuando pierde la memoria uno ya no sabe que es mortal” y, en medio de todo el alboroto que había alredededor de Gabo y su estado de salud se coincide cuando se lanza esta frase que más que miedo a la muerte es la tristeza que provoca.
Alegra saber, gracias a una fuente de primera mano y de acrisolada ternura, que a pesar de los padecimientos memorísticos de Gabo, nunca perdió el sentido del humor y del amor. Se sabía mortal aunque sus lectores le elevamos a la inmortalidad, que no fue ajeno a la vanidad. No podía serlo. Imagínense, no lidiar con la vanidad, con esa genialidad y ese Premio Nobel de Literatura. “La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad”.
Asombra redescubrir que a pesar de llevar varios años una enfermedad mantenida en secreto, Gabo se metió a la cama por una gripe en marzo del 2014 y un jueves santo de abril, apenas unas semanas después, era cremado tal como había sido su deseo. Años antes de su muerte ya la memoria se le esfumaba y “pedía ayuda porque él trabajaba con la memoria” y para llevar el horror en paz decía que “estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”. Todo ello mezclado con cierto grado de demencia que le llevaba al extremo de ver a Mercedes, su esposa, y creía que “la Gaba” era una impostora que estaba a su lado. Sin embargo esa demencia nunca pudo vencer a su sentido del humor. Tanto así que cuando investigó para escribir sus memorias y fracasar en el intento de conversar con amigos de su generación, porque simplemente se habían muerto, le salió esta frase: “está muriendo mucha gente que antes no se moría”.
Gabo tenía una vida discreta y su hijo confiesa que era introvertido “pero no por ello los años de adulación le hicieron indemne al narcicismo” aunque siempre sospechó de la fama y éxito literarios. Cuando cayó en la cuenta que no podía continuar con la escritura de sus memorias tampoco se desesperó porque en el primer tomó que abarcó hasta su infancia estaba todo lo valioso. “Nada interesante me ha pasado después de los 8 años”. Claro, era el estilo de Gabo, con cierta dosis de fantasía. La misma que le llevaba a decir que sus primeros libros fueron ensayos para “Cien años de soledad”. La disciplina también era su divisa. Escribía de 9 de la mañana a 2 de la tarde. Con la necesaria siesta cotidiana. Y así, así fue la vida de Gabo. Un grande. Grande hasta en los preparativos de su funeral. Después vino la muerte de su esposa, Mercedes, quien se fue de este mundo con el mismo sigilo que sus antepasados, sabiendo que el paso por la tierra es muy efímero.
El testimonio de Rodrigo está hecho con destellos literarios heredados de su padre. No con brillantez, sí con humanidad. No con destreza literaria, sí con sinceridad familiar. No con poses, sí con lealtad hacia quienes le trajeron a este mundo. Lealtad que le lleva, por ejemplo, a borrar la foto que le tomó al rostro de su padre minutos antes de ser cremado porque se sentía “culpable y avergonzado de haber violado su privacidad de una manera tan violenta”. Mientras toma una fotografía a las rosas que están sobre su cuerpo le asalta la certeza que a su padre le hubiera encantado que en ese momento previo a la cremación la joven hermosa de la funeraria lo retocara y no sólo habría coqueteado con ella sino con la muerte. Hoy sus cenizas están en Cartagena, “su ciudad favorita”.
Han pasado once años de esa muerte. Han pasado 57 años desde que publicó “Amaneció muerta el jueves santo… ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”. Eso está escrito en “Cien años de soledad” y bien hace en recordarlo Rodrigo porque la de Gabo es una estirpe que siempre estará en la tierra con los presagios cumplidos que algunos llaman coincidencias.
A los 84 años, anciano y enfermo, Gabo cayó enfermo por una gripe. No volvió a levantarse y su esposa de toda la vida, Mercedes, dijo escuetamente a Rodrigo: “De esta no salimos”. Seis años después murió “la Gaba” y entraron ambos a la eternidad que es, de una manera literaria, una forma de inmortalidad.
Al año de la muerte de su madre y a los siete de su padre, Rodrigo, publicó “la más hermosa despedida al hijo del telegrafista y su esposa”. Una despedida que no lo es tanto. Porque ya sea con Fermina Daza o Florentino Ariza, ya sea con Remedios, la bella, con Aureliano, con Úrsula o, si fuera el caso, con un descendiente con cola de chancho, Gabriel García Márquez será tan eterno como los libros que escribió. La lección de inmortalidad que dejó sabiendo que era, para apelar a su negada vanidad, un “simple mortal”.
Mientras navego por el Puinahua, leo las páginas de este homenaje a Gabo y creo hacerlo por el río Magdalena. Leo su biografía y rememoro los pasillos macondianos de la Feria del Libro de Bogotá que recorrí con Percy Vílchez Vela aquel 2014. Mientras el poeta mira al horizonte termino la lectura y pienso: La literatura convierte en inmortales a los mortales.

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