Tragedia entre las ardillas

En estos tiempos de cambios y recambios  climáticos, de recicladores en el campo político, de oficialistas que pronto dejarán de serlo, de opositores a favor, de tantas cosas al revés y al través, no debe dejarnos de preocupar el hundimiento de Iquitos. La ciudad del Dios del amor, a la pechuga, el tarro y las frases hechas, esta asentada sobre frágiles bases, sobre endebles falsos pisos, como nos lo demuestran a cado rato los célebres orientales, los más notables creadores de baches, huaycos, forados, huecos, subterráneos, túneles y otras desgracias urbanas. Los animosos, animados y bastante altivos moradores de la urbe más importante del peruano boscaje o bosquerío o boscaloca, no tiene como salvarse si es que no se evita, pero ya, la otra creciente, la inédita inundación, que no requiere del desborde de ningún río para jorobar el tránsito.

Cuando llueve en la ciudad de las ardillas, eso significa la palabra Iquitos, no solo todo se moja, sino todas las calles, muchas casas, tantas quintas, algunas covachas, se extravían en una creciente repentina, invasora, invasiva y definitivamente peligrosa. En la mañana de ayer, mientras se desplomaba torrencial diluvio, este columnista pudo constatar que la navegación de naves de menor calado eran lo único que podía mantener el movimiento por las calles en tales circunstancias.  No los microbuses crujientes, menos los motocarros no aptos para irse por las aguas, tampoco los taxis, porque no existen.

La tragedia entre las ardillas está a tiro de gol, abre las puertas a la mala, pero nadie toma las medidas pertinentes para defender a los moradores o damnificados de esas crecientes ocasionadas por las lluvias. Es de suponer que las siempre alertas autoridades de turno esperan la aparición de ahogados en sus propias salas o cuartos o cocinas, para que recién convoquen a reuniones de emergencia para estudiar las inundaciones callejeras en la bella ciudad de las legendarias ardillas.