La Palabra Leticia ocupa un lugar privilegiado en la memoria de los amazónicos del Perú. La toma de ese lugar fue un acto heroico, una gesta sin cobardía que pretendía revertir el nefasto entreguismo del centralismo. En la presente crónica el doctor Carlos Camacho Arango narra con lujo de detalles, ciñiéndose a los datos, los momentos culminantes del famoso acontecimiento. Entonces aparece los actores principales y los hechos que protagonizaron como una contribución al esclarecimiento de una parte importante de nuestra historia.
Carlos Camacho Arango*
* Doctor en historia por la Université Paris I Panthéon-Sorbonne, Francia; Diplôme d’Études Approfondies (DEA) en Histoire et Civilisations, École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia; e Historiador por la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, Colombia. Es Profesor-investigador del Centro de Estudios en Historia (CEHIS) de la Universidad Externado de Colombia.
El martes 30 de agosto de 1932 el ingeniero civil peruano Oscar Ordóñez, procedente de Iquitos, capital del departamento de Loreto, desembarcó en Chimbote, primera población peruana enfrente del trapecio amazónico colombiano. Allí estaba destacada una guarnición del ejército de su país al mando del alférez Juan Francisco La Rosa. El ingeniero entregó al oficial 50 carabinas Winchester calibre 44 y 1.000 tiros. De acuerdo con los partes que luego envió a sus superiores, La Rosa, ya con las armas en su poder decidió abandonar Chimbote en horas de la noche. Antes de partir renunció al grado militar que le había conferido el Estado peruano. Cómo lo hizo, mediante qué ceremonia y ante qué autoridades es algo que el alférez no aclara en sus informes. Según él, su propósito era no comprometer al ejército ni al gobierno central de su país en las acciones que emprendería.
De acuerdo con varios testigos, los asaltantes entraron disparando a las casas de los colombianos y también a sus dueños sin causarles un solo rasguño. Tal vez por esta razón La Rosa calificó las Winchester de Ordóñez de «viejas y casi inservibles» aunque no se tienen datos que permitan calificar la puntería de los civiles de Caballococha. Los disparos también se hicieron con una ametralladora «de cinta» que fue ubicada apuntando a la casa de la intendencia. Los tiros no fueron muchos pues la cinta se atrancó en el mecanismo de la ametralladora y el ingeniero Ordóñez tuvo que hacer uso de sus conocimientos técnicos para arreglarla. El alférez Díaz, por su parte, cumplió la orden de La Rosa de emplazar con sus hombres el cañón de la guarnición de Chimbote en la playa de Leticia y tomar parte en la operación sólo si se lo solicitaba por medio de una señal convenida.
En una comunicación enviada al gobierno central en Bogotá, el intendente del Amazonas y antiguo cónsul de Colombia en Iquitos, Alfredo Villamil Fajardo, dejó constancia de las diferentes impresiones que causó entre los habitantes del lugar el arsenal peruano:
En relación con las armas empleadas en el asalto a Leticia, está plenamente comprobado, y así lo afirman la totalidad de los declarantes, que se emplearon una ametralladora, y […] en la playa de Leticia un cañón de tiro rápido. Esto no obstante, los declarantes Carlos Aguilar Rengifo (peruano) y Francisco Sánchez Ibarra (colombiano) coinciden al decir que las ametralladoras empleadas en el asalto a Leticia han sido dos. Otro tanto sucede con el cañón emplazado en la playa: a tiempo que la mayoría de los declarantes dice haber visto sólo un cañón, los testigos Patricia Sarria, Luis F. Fernández (colombianos), Carlos Aguilar (peruano), Romelia Cachique, Sabino Gómez de Oliveira (brasileros) y Alfonso Romo (colombiano) declaran bajo la gravedad del juramento haber visto, los cuatro primeros, dos cañones emplazados en la playa, y los dos últimos dicen haber visto tres de estas máquinas de guerra en la playa en referencia.
En medio de los disparos —que sin duda se multiplicaron también en la memoria de los leticianos— algunos asaltantes apresaron en sus casas a los colonos colombianos que servían de agentes de policía. Otros se apoderaron del cuartel de policía y del resguardo de aduana, ambos desiertos a esa hora, y de los fusiles Máuser que había en cada uno de estos edificios. Otros más apresaron a las autoridades civiles una a una. Tan pronto se vio en poder de los invasores el intendente Villamil ordenó rendición a los pocos agentes que hubieran podido ofrecer resistencia. Como lo manifestó al presidente de la república en una extensa carta fechada una semana después, Villamil quiso evitar cualquier derramamiento de sangre para que el asalto no apareciera «como un hecho de armas favorable al Perú». El último de los funcionarios en caer en manos de los peruanos fue el jefe de la oficina radiotelegráfica, quien fue obligado por La Rosa y Ordóñez a enviar dos mensajes: uno al comandante del regimiento de infantería número 17, destacado en Iquitos, y otro a una importante casa comercial de la misma ciudad, Israel y compañía, dando cuenta del éxito de la operación y pidiendo apoyo.
Al cabo de sólo quince minutos los 46 ocupantes peruanos liderados por La Rosa y Ordóñez habían tomado prisioneros a seis funcionarios y 19 colonos-policías colombianos. Los archivos de la intendencia y los fondos de aduanas y de hacienda quedaron en poder de los captores, quienes pusieron al alférez Díaz al tanto del éxito de la operación arriando la bandera colombiana del mástil de la aduana e izando en su lugar el pabellón peruano tal como había sido convenido.
La Rosa, líder militar de la operación, evitaba la conversación con los colombianos y sólo le dirigió la palabra al alcalde municipal de Leticia, quien declaró: «[La Rosa] Me manifestó que él estaba exponiendo su cabeza con su gobierno puesto que su actuación era en un todo ajena a la misión que como militar le correspondía, pero que lo hacía sólo por un sentimiento de patriotismo». De acuerdo con el mismo testigo, Ordóñez le dijo a Villamil que La Rosa había renunciado a su grado. El alférez quería confirmar su nueva condición exigiendo que no lo llamaran teniente ni alférez. Al respecto dijo el alcalde: «Cuando acababa de hacernos esas manifestaciones, salía a impartir órdenes a los soldados uniformados, como también a los civiles». Varias veces lo vio marchar al frente de pelotones uniformados y armados, prueba de que «dicho individuo no había dejado su carácter militar, lo cual le daba la autoridad para hacerse obedecer».
Ordóñez, líder civil de la operación, fue un poco más extrovertido que La Rosa de acuerdo con el informe que un súbdito británico de apellido Johnson, empleado de la firma de telegrafía Marconi, envió a Londres por intermedio del cónsul de su majestad en Iquitos. En esta ciudad había conocido a Ordóñez y a La Rosa. Al último lo llamaba el «first lieutenant» del primero. El día del asalto ambos llegaron a la casa del técnico británico en Leticia a las siete y media de la mañana:
Johnson construía por esos días la nueva estación de radio. Ordóñez le prometió no interferir en su trabajo, lo cual cumplió pues a las nueve de la mañana se habían reiniciado las obras. A mediodía, a petición de Ordóñez y del administrador de aduanas de Leticia, Johnson aceptó hacerse cargo de los fondos colombianos. En su vivienda fueron escondidos dos baúles contra un recibo que decía 19.000 pesos. Ordóñez invitó al administrador de aduanas colombiano a la vivienda de Johnson «for a drink». Para el súbdito británico ésta era una revolución excepcional pues el hecho de haber dejado intactos los fondos probaba que su líder era un hombre honesto y con suficiente carácter para que sus seguidores lo imitasen.
El intendente colombiano también tuvo la oportunidad de departir con este hombre honesto. La primera conversación tuvo lugar en la casa de la intendencia, muy temprano. Villamil todavía estaba en piyama. Pidió permiso para vestirse. Ordóñez lo acompañó hasta su casa y en el camino le explicó que la toma había sido motivada por «ese indigno tratado que firmó Leguía», tratado que Colombia no había cumplido en su totalidad. De acuerdo con el ingeniero el movimiento era sólo de Loreto pero esperaba que otros departamentos peruanos lo apoyaran tan pronto conocieran la noticia. Ya en la casa, Ordóñez preguntó a Villamil si tenía escondida algún arma. El intendente respondió afirmativamente y entregó a Ordóñez un revólver de su propiedad.
Reacciones peruanas desde Iquitos y Lima
El ya mencionado jueves primero de septiembre llegaron a Iquitos los radiogramas transmitidos desde Leticia por el alférez La Rosa y el ingeniero Ordóñez. A las cuatro de la tarde los periódicos lanzaron boletines invitando al «pueblo» a reunirse en la plaza de armas. Se pronunciaron discursos y se pidió la dimisión del prefecto del departamento de Loreto, teniente coronel Jesús Ugarte, por haber hecho parte de la comisión que había fijado años atrás los límites con Colombia. Un grupo de ciudadanos autodenominado Junta Patriótica de Loreto pidió a las fuerzas armadas enviar refuerzos a Leticia en el cañonero América.
El prefecto Ugarte pasó la mayor parte de la noche en la estación inalámbrica de radio. Desde ahí informó a Lima que la toma había sido obra de comunistas. La junta le entregó una carta solicitando su renuncia. El oficial respondió que debía consultar a sus subordinados, por ser no sólo jefe civil sino también jefe militar del departamento de Loreto. Los oficiales no le dejaron alternativa. Éstas fueron las primeras noticias que transmitió a Londres el cónsul británico en cumplimiento de sus funciones. En términos generales son precisas pero es conveniente complementarlas con los cablegramas cruzados entre el prefecto Ugarte y los más altos funcionarios en Lima durante los días siguientes.
El día de la toma de Leticia el prefecto informó al presidente Luis Sánchez Cerro —antiguo oficial golpista elegido luego por voto popular— que los líderes del movimiento eran todos civiles y estaban al mando de empleados de la hacienda La Victoria, de los habitantes de Caballococha y de los peruanos de Leticia. No mencionó ni a los alféreces La Rosa y Díaz ni a la guarnición de Chimbote pero sí el gran mitin y una solicitud de revisión del tratado de límites con Colombia. Informó además que había ordenado el día siguiente la salida de la embarcación América con 50 hombres al mando del teniente coronel Isauro Calderón, comandante del regimiento de infantería número 17, ante la posibilidad de un contraataque colombiano desde Caucayá. Mientras el gobierno central definía su posición Ugarte suplicaba «apoyar justa aspiración pueblo loretano».
Días después en un extenso radiograma enviado al presidente Sánchez Cerro desde San Ramón en su camino de regreso a Lima, el exprefecto Ugarte reveló muchos más detalles de ese inolvidable jueves primero de septiembre en Iquitos. Según afirmó entonces, el teniente coronel Isauro Calderón se presentó en su despacho con los demás jefes militares a eso de las tres de la tarde diciendo ser el autor de la toma. Al preguntarle cómo podía ser él el autor sin estar presente en Leticia, Calderón respondió que el comandante de Chimbote actuaba bajo órdenes suyas con el ingeniero Ordóñez, la tropa y algunos civiles. «Ante este hecho expresé extrañeza» dice Ugarte «y censuré duramente la actitud del comandante Calderón e hícele ver el gran problema que le ofrecía al gobierno». Calderón replicó que el golpe había sido preparado «para hace dos meses», se había postergado por diversas circunstancias, no había ya nada que hacer al respecto y, por lo tanto, enviaría el cañonero América a Leticia. Ugarte propuso enviarlo más bien a Ramón Castilla, Perú, para evitar una situación de guerra y agregó que los colombianos no podrían llegar desde el Putumayo antes de seis días: Les manifesté que a las fuerzas de Iquitos y al país les convenía hacer ver que este movimiento había sido esencialmente popular y que nuestra cancillería tendría un arma que explotar en defensa de nuestros derechos y acepté se preparara el personal para el viaje dirigiéndome a la oficina de aviación para comunicar este hecho por conducto Ministerio Marina.
En ese momento envió el primer mensaje al presidente Sánchez Cerro. El pueblo de Iquitos seguía reunido en las calles.
Ugarte regresó a la prefectura a las diez de la noche, tuvo otra reunión con sus subordinados y les aconsejó no tomar medidas violentas. Si el gobierno central se oponía, replicaron ellos, se declararían en rebelión —sin duda siguió una discusión de la que no quedaron rastros—. A las once y treinta de la noche Ugarte se dirigió de nuevo al telégrafo, donde fue a buscarlo el subprefecto para informarle que los oficiales reunidos en el casino de la guarnición habían pedido su renuncia en nombre de la junta patriótica. El prefecto salió de nuevo hacia su oficina, convocó a los militares, leyó ante ellos la carta de la junta pidiendo su dimisión y preguntó si estaban de acuerdo:
Manifestándoles antes que los firmantes eran miembros prominentes del Aprocomunismo y enemigos declarados del Gobierno y que esa unión desvirtuaba la finalidad patriótica que decían les había sugerido la toma de Leticia y que estaba seguro que una vez se conociera en el país, en el ejército y el Gobierno tal actitud merecería su condenación.
Calderón, por su parte, habría dicho: «Me he metido en este asunto y nadie me hace retroceder porque haría el ridículo» y habría agregado enseguida «que además siempre había sido cola y hoy quería ser cabeza». Ugarte replicó que ellos «invocando el nombre patria sólo satisfacían ambiciones personales» y aceptó renunciar ante la solidaridad de los demás oficiales en su contra. Pese a que ellos mismos le aseguraron que podía permanecer en Iquitos y mantener comunicación con el gobierno central, el nuevo exprefecto se dio cuenta de que habían establecido censura y retirado a sus telegrafistas de confianza, poniendo algunos de ellos en prisión. Fue entonces cuando decidió viajar a Lima.
Tan pronto se deshizo del prefecto del departamento, la junta patriótica de Loreto justificó su actitud ante el presidente Sánchez Cerro: Ugarte había sido destituido «interpretando clamor público» por haber sido «cómplice traición desmembración territorio repudiado mala administración». La junta solicitaba someter la «cuestión internacional» a la asamblea constituyente y aspiraba a poner al presidente de su lado: «Pueblos Oriente están resueltos defender y reintegrar territorios cedidos Colombia por tirano Oncenio». Calderón, por su parte, pedía al ministro de guerra en Lima su comprensión: «confíase interpretara-su sentir patriótico, relacionado reintegración territorial». Este «sentir» empezó a ser «interpretado» en Lima el sábado tres de septiembre con la ayuda del mayor Daniel Demaison, presente en Iquitos el día de la toma de Leticia. Desde San Ramón informó al presidente que el respaldo popular a los ocupantes era total: «Cualquier acto contrario a lo hecho produciría levantamiento en masa del departamento apoyado por tropas […]». Al final del mensaje pidió su regreso a Iquitos —lo que deja entrever que no había sido expulsado con el prefecto Ugarte— pero el presidente quería verlo en Lima. El panorama se despejaba para los sublevados. El mismo día el teniente coronel Isauro Calderón agradeció al ministro de gobierno su «honrosa prueba de confianza». Se trataba sin duda del apoyo provisional de Lima a su «ascenso» a la cabeza de la quinta división del ejército peruano, el más alto cargo militar del departamento, y también del anuncio del envío de un nuevo prefecto.
Si bien al mayor Demaison no le quedaban dudas sobre la actitud que debía asumir el gobierno central, el exprefecto Ugarte estaba mucho menos resignado a regresar a Lima y ponía en entredicho ante el presidente el supuesto carácter patriótico de la acción del primero de septiembre: «Informes fidedignos me hacen decir a usted que la toma de Leticia ha sido un plan aprista explotándose en favor de este plan la situación del propietario y socios de la hacienda La Victoria doctor Enrique Vigil, que han sido seriamente lastimados con el tratado». Para colmo de males los oficiales de Iquitos habrían enviado una circular a «todo el país e institutos armados» pidiendo apoyo.
En efecto, el domingo cuatro de septiembre los militares hicieron pública su posición en una «proclama» según la cual el trapecio amazónico había sido cedido por un «gobierno dictatorial» y su «reintegración» era un «anhelo nacionalista» de todo el país. A pesar de que habían sido «los propios habitantes de Leticia, en su totalidad peruanos», quienes habían llevado a cabo la operación —lo cual era falso, como se ha visto— las fuerzas de ejército, marina, aviación y policía de Iquitos habían decidido «apoyar hasta el sacrificio la consecución de este noble ideal» y pedían el «apoyo moral» del resto de los militares peruanos. Las tropas no iban a «masacrar» a los ocupantes de Leticia. La solución estaba en manos del gobierno central: solicitar la revisión del tratado de límites con Colombia: «Porque de no hacerse así se producirá una guerra civil, ya que el pueblo de la región del oriente está decidido a mantener en poder del Perú el territorio reconquistado».
El día en que se hizo pública la proclama de los oficiales, la policía visitó cada casa informando a los habitantes que debían izar la bandera. El día siguiente, lunes cinco de septiembre, fue declarado festivo. Iquitos estaba engalanado «as it has never been before«. A las cinco de la tarde llegó de Lima Oswaldo Hoyos Osores, el nuevo prefecto. En la plaza 28 de julio la junta patriótica explicó las razones de la toma y dijo que no retrocedería. Hoyos Osores replicó que los tratados no podían romperse e hizo un llamado a la calma. En la plaza de Armas se pronunciaron luego más discursos ante unas 8.000 personas. El cónsul colombiano miraba y oía todo por la ventana de su casa en el marco de la plaza sin ser molestado.
De acuerdo con Hoyos Osores, al llegar a Iquitos lo recibió una multitud con banderas peruanas que pedía respeto por la toma de Leticia. Al proponer al «pueblo» una discusión serena sobre el tema sus palabras «fueron recibidas forma casi hostil». Los oficiales, por su parte, le manifestaron que sus móviles eran «esencialmente patrióticos». Cuando los invitó a estudiar el asunto le entregaron un memorándum cuyos puntos principales eran los siguientes: los «institutos militares de la quinta división» no habían iniciado la toma pero la respaldaban; «toda reflexión, sugerencia o idea en contra» era tardía; su resolución era «inquebrantable»; ni Ugarte ni otro prefecto podía intervenir «por cuanto el hecho de ser representante del Gobierno le impide jurídicamente apoyar la violación de un tratado […]». Hoyos Osores concluyó, con acierto, que no podía asumir el cargo que le había sido encomendado.
Para el gobierno central no era fácil tomar decisiones desde la lejana Lima. Tal vez por eso envió con el nuevo prefecto a un oficial, el mayor Víctor Abad, quien escribió al ministro de guerra y al gabinete militar: Cumpliendo su orden informara verdadera situación manifiéstole que institutos armados y pueblo Iquitos unidos como un solo hombre están resueltos desaparecer antes que permitir que bandera puesta en Leticia después de reconquistada sea arriada materialmente imposible encontrar una sola opinión en contra a este sentimiento patriótico.
El presidente ordenó entonces transmitir al pueblo loretano la ratificación de apoyo a su causa pero hizo una advertencia: «Que absolutamente no pase por su mente la idea de desconocer a autoridades que mi Gobierno cuidadosamente nombra». Este telegrama empezaba con un arrebato lírico:
Mi patriotismo a toda prueba, mis innumerables sacrificios por más de 20 años entregado [sic] mi persona toda al servicio de la Patria, mi honor de soldado jamás mansillado [sic], mi civismo acrisolado de celoso gobernante, no me indican otro rumbo: la gloriosa enseña de la Patria que siga flameando escudada con los pechos de los peruanos que en estos momentos cumplen con su deber.
En términos similares escribió a Calderón el mismo día pidiéndole entregar la prefectura a Hoyos Osores y prestar facilidades a su juramento ante la corte superior. Le anunció también órdenes próximas del ministro de guerra (Ugarteche 1969, 201, 207, 208). Tanto Hoyos Osores como Calderón respondieron de inmediato: los mensajes del presidente habían resuelto todas las dificultades en Iquitos y el gobierno central había recibido todos los aplausos. A las tres de la mañana del martes seis de septiembre de 1932 el apoyo de Lima a los ocupantes de Leticia ya era de conocimiento público.
Hoyos Osores pudo al fin tomar posesión de su cargo. En el primer mensaje que recibió del ministro de gobierno, éste confirmaba su apoyo a la «actitud patriótica» del pueblo de Loreto y a la solicitud de revisión del tratado. El punto más interesante era el siguiente:
La revisión de ese tratado, constituye un problema internacional muy grave, por lo tanto, es indispensable, para el mejor éxito de nuestras justas aspiraciones patrióticas presentar a todos los peruanos formando una verdadera unión sagrada, en torno del Gobierno, que es el único que puede y que debe dirigir la política internacional (Ugarteche 1969, 201-203, 209).
A continuación el ministro daba indicaciones muy detalladas para que los loretanos elevaran al gobierno central un memorial pidiendo la revisión. Dos días después el ministro de Perú en Bogotá recibió las siguientes instrucciones del ministro de relaciones exteriores en Lima: «Muy reservadamente sepa usted que Gobierno abriga esperanzas aprovechar esta oportunidad para iniciar revisión Tratado Salomón-Lozano. En consecuencia si es posible proceda usted muy discretamente sondear al respecto inteligentemente el cambio».
Conclusión
La narración detallada de los acontecimientos iniciales del Conflicto de Leticia en los niveles local y regional de Colombia muestra claramente que la presencia reducida y precaria de particulares y agentes del Estado en la frontera facilitó la toma y ocupación de Leticia, y frenó la reacción inicial. En el departamento de Loreto y en especial en su capital, Iquitos, civiles y militares peruanos conjuraron para dar el golpe de mano y pusieron al gobierno central ante un fait accompli y ante la disyuntiva de una guerra internacional o una guerra civil. Lima optó a regañadientes por la primera pero esta tensión inicial entre el centro y la periferia de Perú marcó el desarrollo de todo el Conflicto.
Para apreciar en su justa medida estas conclusiones no debe olvidarse que, antes de esta investigación, los inicios del conato de guerra entre Perú y Colombia en los niveles local y regional se conocían sólo de manera superficial. Puede objetarse que establecer los hechos con certeza no es la tarea más importante de un historiador. Pero no puede negarse que es la primera. La cronología se presta admirablemente a esta construcción. Algunos historiadores pueden pensar que pertenece al siglo XIX y no al XXI. Nosotros, por el contrario, estamos convencidos de que tiene todavía mucho que decir en países como Perú y Colombia, donde adoptamos muy rápido y sin mucho debate modelos historiográficos que ponen en duda la existencia misma de hechos.
Sabemos, sin embargo, que nuestros hallazgos no bastan. La respuesta a la pregunta ¿cómo empezó el Conflicto? implica una nueva pregunta: ¿por qué empezó? Éste no es el lugar para responderla. A nuestro modo de ver, haberla formulado sobre bases firmes es ya un avance en la comprensión de un pasado que es soslayado hasta el momento por la historiografía académica de ambos países.