ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel.

UN RATITO ANTES DE: Antes que nada, una vez más, mi solidaridad con Luz Marina Herrera, sino la única por lo menos una de las pocas -junto con Salvador Lavado- que dignifica al periodismo en Iquitos y que ha sido atacada, una vez más, tan solo por ejercer el oficio con sentido crítico. Ya habrá tiempo -como lo hicimos la mañana del domingo- para hablar y escribir largo y tendido sobre nuestra pasión, Luz. Mientras tanto deja que los chanchos vuelen, deja que los perros rebuznen, que los búhos ladren, que los gallos aúllen y que los sachas tengan la cabeza gacha. Ahora sí, al grano.

Cuando en Iquitos la mayoría de calles eran de doble sentido la gente le daba más sentido a su vida. Niños, jóvenes y adultos estábamos a la expectativa de la llegada de un nuevo inquilino en la quinta que toda cuadra tenía para llamarse como tal. Los hombres jugábamos al fútbol. Las mujeres al vóley, en el barrio, y al básquet en la Liga. Las desafiadas -esa linda manera charapa de llamar a los partidos entre calles paralelas y perpendiculares- estaban a la orden del sábado en la tarde y el domingo en la mañana. Perdías el sábado y tenías que pedir la revancha para el domingo. Los de la Putumayo desafiábamos a los de la Echenique. La cuadra diez contra la cuadra 2. Si ya ganabas consecutivamente al rival podías desafiar a cuadras más alejadas. Así la fama se expandía por el norte, centro y sur. Y sabíamos quién era el mejor jugador en cada cuadra, quién era la imbatible en la net alta, qué padre se las daba de dirigente, qué mamá asumía el rol de jefa de barra y quiénes eran los que el deporte no era su divisa.

 

Las casas de material noble no eran las que prevalecían. Las fachadas eran de madera. Era un lujo que una vivienda tenga las llamadas canaletas, cuyo deterioro permitía bañarse con agua de lluvia, la mayoría de veces semidesnudo y, la palomillada en su punto, no eran pocos los que aprovechando que se cerraba los ojos para impedir que el agua entre a la vista, te bajaban el pantalón corto y te dejaban con los huevos y nalgas a la intemperie. La vida de barrio era de maravilla. Cuando ya se trascendía los linderos de la cuadra, grandes y chicos buscábamos amistades en las calles aledañas. Tener una casa en la esquina era signo de distinción y si, por esas cosas de la vida, estaba construida con material noble el propietario y quienes la habitaban adquirían dotes de nobleza. En la cuadra diez de Putumayo los Montalván, los Vásquez, los Zamora, los Rojas, los Vela, los Cuchca, los Moreno, los Cárdenas, la pasábamos de maravilla. Pero ya la cuadra nos quedaba chica tanto para las disputas deportivas como para las incursiones palomilleras. Teníamos que buscar nuevos barrios.

 

Así, habrá sido los años finales de los 80, llegó la noticia que en la cuadra once de la calle Tambo se habían instalado dos familias con suntuosas propiedades y edificaciones modernas. Una de ellas -ojalá la memoria no me falle- incluso tenía dos pisos, lo que de por sí ya le daba a quienes vivían en ella un aire de grandeza. Una de esas familias tenía entre sus integrantes a un niño que salía a jugar con su bicicleta, aunque la dificultad para alcanzar el pedal le duraría demasiado tiempo porque aumentaba de años, pero no de estatura. Era el hijo del señor Juan Del Cuadro, nos pasamos la voz. Otra, que estaba al extremo, en la misma esquina albergaba a la familia Florindez, cuyo pater familia se llamaba Teddy. Le veíamos siempre en el coliseo entre fichas y apuntes. Tanto los padres -como los hijos- nunca alcanzaron la familiaridad que teníamos con los de la cuadra diez de Putumayo. Más por nosotros que, creo, por ellos. Así andábamos hasta que ambas familias emigraron de la misma forma como aparecieron: en silencio.

 

Muchos años después, cuando ya había terminado los estudios universitarios, me interesé más por ellos porque los nombres y apellidos jamás se han ido de mi mente. Uno emigró a Lima y ahí hizo su vida empresarial y siguió como dirigente deportivo. Hasta llegó a ser pieza principal en el equipo “San Agustín”, cuya gloria fue tan efímera como fructífera. El otro se quedó en Iquitos y con un perfil casi anónimo mantuvo su presencia empresarial y progresista que estaba salpicada siempre por la filantropía a pesar de las tropelías que se cometieron en su contra.

 

El que emigró -nunca más volvió a radicar en Iquitos, en una historia que está para contarse- ha merecido elogios de varias personas a las que he consultado para esta crónica por su entrega dirigencial, por su trato lineal a los compañeros que frecuentaban a sus hijos y porque su paso como dirigente en Iquitos ha dejado huella no sólo en los mozalbetes que le conocieron -como es mi caso- sino en los contemporáneos que le frecuentaron como rival en las noches gloriosas de baloncesto en las que los tripletes se jugaban a coliseo bullanguero. Yo, que por esos años me ganaba el pan nuestro de cada día, colocando las fichas del score en el tablero manual, recuerdo a ese señor alto, gordo, con lentes, de andar atolondrado y de acomodadas intermitentes de los anteojos, como si fuera ayer. Sí, ayer que me ha llegado la noticia de su muerte, he recordado su paso por el barrio. Por las butacas, por los pasillos del coliseo “Juan Pinasco Villanueva”. Hoy que me han mostrado su foto, puesta en las redes por su hija y nieta, he revivido esas noches deportivas cuando su humanidad se entregaba a la dirigencia y los que vivíamos a su alrededor le creíamos inalcanzable cuando todos los testimonios apuntan a que ese cuerpo inmenso albergaba a un niño eterno, tan eterno que todos los que he consultado le recuerdan como un ser tierno. Como siempre le recordaré, sin duda.  

 

El que se quedó, muchos años después le identificaría exigiendo justicia por la propiedad de unos terrenos que desde la informalidad y formalidad le arrebataron, nunca dejó su ímpetu empresarial. Que ya es mucho decir en una ciudad como Iquitos donde los empresarios que tienen esa categoría por herencia reclaman derechos sin haber aprendido a cumplir sus obligaciones. Ya sea recorriendo la capital loretana en su automóvil o, como en los últimos tiempos, caminando del brazo de la señora Archely Guzmán, su esposa, siempre he creído ver en él a un hombre emprendedor. Mientras pugnaba por recuperar sus tierras he creído ver en su rostro no sólo al caballero que salía a la ventana para ver con quiénes jugaba su “chiquirritín” -esa denominación le pusimos a su hijo que mataperreaba como un grande por los alrededores del coliseo y del estadio en Iquitos- sino a un hombre que su mejor fortuna no la tenía en las bóvedas del banco sino en la confianza que daba a sus amigos. He consultado a varios hombres de su tiempo para escribir esta crónica y lo que varios me han contado me llevan a confirmar que mi prejuicio benévolo hacia su persona era cierto: fue un hombre de bien dispuesto a hacer el bien. No estoy autorizado a nombrarlo, pero con uno de los que hablé la tarde del domingo, me ha contado historias tan inverosímiles para los que habitamos este mundo en este tiempo que me ha hecho concluir que don Juan del Cuadro era tan palomilla como esos niños que jugaban con su hijo en las veredas de su casa y que su corazón al momento de dar el último latido ha dejado sin vida un cuerpo y ha elevado a la inmortalidad a un ser que luchó hasta el final.