Sueños de grandeza en los tristes trópicos
En la poblada espesura de la floresta se erigía el reino del Rey de los Tópicos. Apenas salía en los mapas porque el follaje ocultaba a los territorios de este dominio ¿Era El Dorado?, ¿la tierra sin mal?, ¿El paraíso [en mis tiempos El paraíso era un puticlub de cuidado de Isla Grande]? La capital del reino quedaba justo en la unión de dos caudalosos ríos. Era la puerta a la aventura, a la exploración. Era el ingreso al edulcorado camino del exotismo. Pintaban mujeres lanzando saetas, barbados en balsas agazapados y huyendo de las flechas, caucheros buena gente y en misa, era el mundo al revés. A través de un decreto el señor del marjal ordenó que los turistas sean bienvenidos y que les enseñaran los conocimientos de plantas y animales de la selva. Este pueblo abnegado y entregado a tiempo completo a la pachanga descuidaba lo que hacía el monarca de esos árboles. En sus ratos libres escribía gacetillas, será el decálogo de este pueblo sentenció con su voz cascada, se jactaba mientras ponía codos en su escritorio de madera moena. Era el rey y se cantaba en las ceremonias oficiales el estribillo de esa canción mexicana, sigo siendo el rey. Nadie controlaba a su majestad pesar de sus excesos, los adulones le pasaban la mano por el cuello y el soberano se consolaba como una mascota feliz. Una vez quiso ser entrenador y compró un club local, se fue al garete. Los súbditos decían que era medio gafe. Otra vez soñó con un tren que atravesara la Amazonía, él iría fumando puros y lanzando palabrotas en el último vagón. Otro día, de acuerdo con el carácter que se había despertado hablaba en los radioperiódicos que una represa sería la mejor solución para los males como loa apagones de Isla Grande. Eran propuestas gaseosas que con la misma intensidad que subían se esfumaban. Nunca estaba tranquilo, era un culo de mal asiento. Un día muy en sus trece empezó a repartir como un poseso los títulos nobiliarios [magnánimo invento suyo] a diestra y siniestra que los paniaguados le rendían la gracia. A una turista le llamó Dama de la floresta, a otro despistado visitante el Príncipe del Marañón y de todos sus afluentes [así de buenas a primeras], a un político con pocas luces el Hidalgo de la Tahuampa, se distinguía porque no hablaba en el foro parlamentario, era de voz callada. El pobre monarca había entrado en trompo, no paraba de dar tropiezos. Fue el punto final de su triste historia.