El cronista de esa singular historia, invitado a presenciar semejante juicio, no puede describir cabalmente la sorpresa que causó en el público la súbita aparición del singular documentalista, del filmador inopinado, muy conocido en el mundo de la imagen como Vladimiro Montesinos. Allí estaba el paisano corrupto y corruptor, el characato que tuvo su poder y que todavía pesaba en la moral de la supuesta cuarta espada. Cuando todo autoritario siente el poder superior, pierde todo cuajo, tiembla de la cabeza hasta los pies y es capaz de cualquier bajeza o traición para congraciarse con el otro. Eso había ya pasado con el hombre del millón de muertos. Así que se repitió la escena.
El señor Abimael Guzmán se hincó de rodillas ante su paisano, pronunció zalamerías de cachupín, ofreció sus servicios para alcanzar la paz, como si tuviera algún poder y como si el Perú no fuera una sociedad violenta de orilla a perilla. ¿Qué humillación rastrera era aquella escena penosa? ¿Qué moral mostraba el hombre del dinamitazo a civiles desarmados? ¿Qué coherencia imbatible presentaba el ideólogo del crimen político? En las rebeliones del Perú no escaseaba la traición, dijo un tal Lope de Aguirre y ese Guzmán fue el primer traidor de su movimiento de asesinos.
Afectado, al parecer, por la nevada characata, el señor Montesinos actuó como lo que realmente era, un abogado del diablo. Y pasó a denigrar a su defendido, preguntándole que cuál era la esencia del maoísmo. Este respondió que la lucha armada del campo a la ciudad. El ex asesor dijo que eso era falso ya que la piedra angular del maoísmo era la frase que decía que se partía de los hechos y no de las definiciones, y agregó que usted, señor Guzmán, hizo las cosas al revés al partir de las definiciones para llegar a los hechos, cavando desde un inicio su propia tumba.
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