En la limpia sala del tremendo tribunal del lejano País de la Culata, una patria libre de moscas y de boboneros, una nación sin cocineros ni pisqueros, apareció el acusado Abimael Guzmán Reynoso. Lo primero que llamaba la atención de su estampa era su semblante de inocencia como diciendo de antemano eso de que yo no fui. No parecía bebido todavía y, de improviso, sin que viniera a cuento, lanzó un incendiario discurso sobre la urgencia de la lucha sin cuartel ni cuartelero por la paz y la calma social, la lid de las ánforas, el triunfo de la democracia sin heridos ni muertos.
En sus generales de ley dijo que su nombre verdadero era Tribilín Mario Moreno Sun, en homenaje a un tal Li Li Sun que era un armero, un armadillo, un fanático de la lucha armada, y que quería meter bala a todo el mundo y que tuvo que ser combativo por Mao. Sostuvo, además, que ese oriental petardista e incendiario era su verdadero maestro e inspirador y no el Gran Timonel como se decía con torpeza. Remató su presentación diciendo, con documentos probatorios y cifras al canto, que su lugar de nacimiento era el lejano distrito de Balsapuerto y, por lo tanto, él también era charapa ya que le gustaba el fandango, la vida gorrera, el brindis chupador, los bienes ajenos y las parrilladas con los cuales financió el asesinato de campesinos desarmados e indefensos como ocurrió en Lucanamarca.
El acusado, muy seguro de sí mismo, convencido de que el enorme tribunal le iba a liberar de la cadena y condena perpetua, dijo que no requería más de los servicios del tinterillo de marras, puesto que había encontrado un picapleito más mosca y capaz, más hábil y más diestro en lances y trabalenguas legales. En la sala entonces se escuchó un murmullo de sorpresa cuando apareció por la puerta lateral otro famoso arequipeño.