El implacable tribunal de la república unitaria, federativa y comunal de la flamante República de la Culata, fue instalado hace siglos con bombobailes y platillos al paso. Todo para juzgar a los necios de todos los tiempos y países. Los encargados de llevar adelante los tremendos juicios a los más preclaros representantes de la asnería universal fueron los más capaces jueces de línea, los más honestos tinterillos. El primer sujeto que fue juzgado al aire libre fue el señor Abimael Guzmán Reinoso, ese fascista de letrina, ese nazi de alcantarilla, ese sicópata sanguinario, según autorizada versión del camarada “Feliciano”.

El motivo del juicio fue el uso abusivo del asesinato con el título de doctor con que el rollizo acusado engatuzó a los borregos excremistas que nunca se preguntaron por qué ese supuesto líder nunca combatía y prefería vivir chupando gratis, tragando de gorra, fornicando como cerdo y viendo por televisión los asesinatos de sus carniceros, como si la muerte ajena y de sus partidarios fuera un juego de nintendo. O una partida de naipes virtuales.

El defensor de semejante personaje fue un tinterillo de la mediocridad total, un capulinesco inútil que funge de literato infantil. El citado basó su defensa en que en realidad Abimael Guzmán no se llama así, sino Tribilín Mario Moreno Sun. Era y es ingeniero de minas de profesión y antes de claudicar mandaba reventar dinamita para extraer los preciosos metales de la patria. Allí reside la confusión. Además, el tinterillo de la defensa fundamentó jurisprudentemente que su defendido nunca pensó lo que pensó, ni dijo lo que dijo, ni hizo lo que hizo, sino todo lo contrario, pues ahora era otra persona que gustaba de la paz, de la contienda de las urnas, y hasta permite que sus ilotas o esclavos se arrastren ante los centavos de cualquier transnacional sin disparar ni un triste petardo de pascua como protesta.