“La solidaridad es el nuevo rostro de la paz” señalaba un lema que leí hace varios años y que me quedó grabado para la eternidad. Solidaridad, cuántas mentiras se dicen en tu nombre. Cuánta demagogia se practica bajo tus grafías. Desde las más famosas instituciones hasta las más débiles se han impregnado de ese virus que se traduce en “parecer y no ser”.
El problema no es si somos solidarios o no. El problema es cómo lo somos. ¿Es solidario aquel que lleva una manada para dar ayuda a personas que requieren atención ante un desastre natural? ¿Es solidaria aquella mujer que se compadece ante las agresiones que sufren las señoras maltratadas y ella misma permite que su pareja la golpee constantemente? ¿Es solidario aquel personaje que preside uno de los tantos clubes de acción social y organiza bingos y parrilladas para ayudar a los que menos tienen y en sus horas libres quita el salario mínimo a los trabajadores que dirige? ¿Es solidaria esa persona que en nombre de Dios cuida a los niños huérfanos pero al mismo tiempo maltrata y agrede a las madres que no tienen cómo dar de comer a sus hijos como se ha comprobado –películas y libros hay un montón- en diversas ciudades del mundo? ¿Es solidario aquel personaje que en las mañanas pronuncia con total devoción los sermones más sólidos y en las noches aprovechándose de su condición explota, viola y desgarra a jóvenes que han caído en sus predios creyendo que por ese camino encontrarían a Dios? ¿Es solidaria esa dama que mensualmente organiza cenas con todas las amigas de la infancia y adolescencia para conversar sobre las desgracias ajenas y llegar hasta las lágrimas si es posible para luego de terminada la reunión explotar a las que llama trabajadoras del hogar y hacer de ellas una servidumbre indignante? ¿Es solidario ese hombrecito que por el puesto público que ejerce momentáneamente se empecina en llevar ayuda a los demás cuando debería comenzar siéndolo con todos los que trabajan en su alrededor? Ya me entró la ira con tantas preguntas que se quedan en el aire. Ahora resulta que los usureros de la vida eterna se quieren vestir de solidarios. Momentito. No puede ser solidario bajo ninguna circunstancia un tipo que vive de la usura. No puede.
En estos tiempos que se apela a la tolerancia con el otro y el respeto a la otra apareció por el norte, centro, sur y oriente una desgracia descomunal. Hay gente que lo ha perdido todo. Pero ha salvado la vida. De esos que se han salvado hay quienes quieren hacer un mercado de solidaridad. Yo no. Si hay que ayudar que sea en silencio. Con menos bombos y más recursos. Ya tuvimos el fenómeno del Niño en los años 80 con Belaunde como director de orquesta. Luego vino el Niño acompañado de su Niña (se acuerdan) en la época de don Alberto. Poquito hace que Pisco quedó devastada por un terremoto y Alan García hasta formó un organismo especial presidido por uno de los más “ilustres” empresarios y ya sabemos en qué terminó todo eso. Hoy aparecen por todos lados huaycos desastrosos y regresa la bendita palabra: solidaridad. A otro loro con esas frases, a otro perro con ese hueso. La solidaridad comienza por nosotros mismos. Por casa. Por la familia. En medio de todas las noticias de desastre una frase escrita por Luis Davelouis: «Voy a insistir con esto: ayudar a personas en desgracia y publicitarlo no es ayudar, es hacer propaganda de la más sucia, porque se usa la tragedia ajena para hacer relaciones públicas. Y sí, lo digo por Ud., congresista Becerril». Pienso lo mismo. Con los huaycos –como si ya la desgracia no fuera suficiente- también han aparecido los solidarios que se publicitan más de lo que dan y que en sus ratos libres se dedican a la usura. Semejante bipolaridad.