Salvavidas inútiles

El pasajero de tránsito por estos mares dulces o barrosos, el viajero de siempre por estos cauces indóciles y proclives al naufragio, también puede tener lo suyo.  Aunque parezca fábula, puede colaborar con la desgracia, amparar la mala hora. La infortunada nave “Brenda”, recientemente accidentada en el curso del Amazonas, nos demuestra lo que escribimos. Dicha embarcación tenía salvavidas. Cumplía con el dispositivo portuario o fluvial vigente que obliga a llevar esos flotadores, esas boyas. El bochornoso día de la tragedia del hundimiento, esos flotadores fueron de adorno, de paseo. Viajaron para nada y para nadie. Eran objetos inútiles. Ninguno de los viajeros pareció saber para qué servían, si ayudaban a flotar en caso de emergencia. O si eran para sentarse más cómodamente.

El hecho fortuito de que el naufragio  no reportó victimas que lamentar, que llorar; ni desaparecidos que buscar con doloridos ayes, no cambia las cosas. Lo cierto es que ese itinerario reciente,  con rumbo a Tamshiyacu, violó el reglamento salvavidista desde el momento del zarpe.  ¿Cuántos otros viajes hicieron lo mismo? ¿Cuántos otros pasajeros no tuvieron la suerte de contar con providenciales timbos que les permitieron salir bien librados?

Los salvavidas inútiles de la nave “Brenda” tienen que cambiar de destino viajero. Tienen que activarse y participar en la disminución de los ahogados, los desaparecidos. A partir de la fecha, de aquí en adelante y hasta el fin de los tiempos, todo aquel que viaja, de gorra o con todo pagado, como ciertos funcionarios, tiene  que mudarse el salvavidas. Antes de partir. Por propia decisión o a la fuerza. Salvo que, en estos tiempos de tanto suicida,  quiera  perecer en las alas de la poesía, corroborando eso que escribió Jorge Manrique, que no es ningún músico o pariente de un personaje carcelario:  “Nuestras vidas son los ríos  que van a dar a la mar que es el morir”.