Escribe: Percy Vílchez Vela
La historia de la basura en Iquitos es abundante, colosal. Y puede desviarse hacia los predios de la anécdota, del folclore. Tal es el caso del cronista anónimo del diario La Razón que hace más de medio siglo escribió una despedida fúnebre a un gallinazo. El pájaro oscuro había muerto trágicamente al ser atropellado por un microbús de servicio. En plena pista de una de las cuadras de la Arica quedó el cuerpo inerte, hasta que los muchachos de la baja policía le llevaron al botadero de ese entonces.
En los disturbios, ajetreos y maldiciones, del tráfico vehicular de entonces en Iquitos, 8 de julio de 1954, el conductor de cierto microbús acaso manejaba escuchando estridente canción de moda o competía en ventajarle en loca carrera a otro chofer o contemplaba descaradamente a alguna pasajera. En ese trance anormal de viaje podía ocurrir cualquier cosa. Y sucedió de pronto algo terrible, brutal. El citado no pudo ver en la distancia cercana, en plena calle, en la intemperie de la cuarta cuadra de la calle Arica, la sombra oscura que degustaba golosamente su plato favorito, que comía opíparamente el montón de basura acumulada en ese lugar. Era un crimen excesivo alterar el festín gastronómico de ese ser de las alturas, de esa ave puntual y cotidiana, pero el vehículo fatal no se detuvo en consideraciones del menú o el paladar de nadie, y no se desvió un comino de su ruta, ni disparo el estridente ruido de su claxon, ni frenó en seco y pasó de largo sobre el infortunado cuerpo del gallinazo.
El solitario cuerpo sin vida del pajarraco, pero con la barriga a medio contentar y cerca al abundante almuerzo del día, quedó destrozado con la digestión interrumpida. En el frío de la calle citada el infortunado ejemplar de la baja policía urbana, de los recicladores gratuitos de siempre, fue profanado por la visita de las moscas, el impasible paso de los transeúntes y la labor de los insectos que disfrutan de cualquier tipo de cadáver. Aplastado, inerte, sin nadie en su último adiós, el gallinazo tuvo que esperar horas para disfrutar de cristiana sepultura. En algún momento debieron aparecer los recogedores de los residuos humanos. El desdichado pájaro acabó entonces mezclado a la basura cotidiana de ese oscuro día. Es decir, como una burla del destino, estaba ante tanta comida como nunca antes pero no podía ni aspirar los aromas tan gratos a su hambre. Era un Tántalo emplumado y su desgracia de no poder comer pese a tanta comida circundante.
En el rubro de la muerte, ese episodio de ir con la música a otra parte sin ser compositor o guitarrero, morir de risa es un fin poético como le ocurrió a Crisipo quien no pudo dejar de divertirse después de haber emborrachado a un asno. Entre carcajadas estiró las patas, burlándose de la atroz parca. Pero morir comiendo el potaje favorito, extinguirse con la panza en proceso de llenado, dejando el potaje casi intacto, nos parece una infamia. El maestro Borges decía que la muerte era una estadística. Nosotros decimos que es una ofensa porque suele llevarse a sus elegidos en cualquier momento, hasta en plena luna de miel, en el día del onomástico, en la diversión del carnaval. El fin del gallinazo en la calle Arica revela, además, que la muerte se ensaña con sus víctimas con algún perverso propósito. Ignoramos quien comió el menú que nuestro pajarraco no pudo digerir. Sabemos, en cambio, que esa muerte no quedó impune.
En la vida cotidiana de la ciudad de entonces, entre los hechos y los deseos de cada uno, entre las labores y las perezas, entre las cobranzas y las deudas no pagadas, apareció un gallardo cronista, un inspirado plumífero, que lamentó la muerte del pobre gallinazo. El 9 de julio, al día siguiente de la tragedia, en La Razón, apareció la crónica redactada como un canto fúnebre, un sentido responso, por el eterno descanso de esa ave inmortal. La crónica es corta, escrita con verdadero sentimiento. El escriba lamenta de verás el hecho de sangre, no culpa al distraído conductor y se empecina en referirse al abandono de ese ser de los desperdicios: “Y allí quedó el animalito patitieso, primero muerto después tirado en el pavimento en espera de que un buen hombre, de esos que recogen la basura, se le lleve en el camión de la baja policía municipal a depositarle en el lugar destinado a todo lo que ya no sirve”.
El regreso al polvo de cualquier ser es penoso, desde luego. Pero esa desgarrada constatación del cronista, que no firmó con su nombre su obituario zoológico, no es lo que más nos impresiona. Lo que nos exalta es el profundo dolor con que lamenta el fin de un servidor cívico, de un benefactor de la ciudad, de un limpiador garantizado: “Esta mañana perdió la vida en la cuarta cuadra de Arica bajo las ruedas de un ómnibus la pobre ave, que presta servicios invalorables e impagables de baja policía, devorando los animales muertos y toda clase de inmundicias que hay en las calles”. Es decir, nadie nunca se lamentó como él por la atroz muerte de alguien que ayudaba diariamente a asear la urbe de ese tiempo.
Desde el punto de vista del cronista de marras, el gallinazo es otra cosa. Es un ejemplar de alto vuelo y nada carroñero y nada cochino. Es un pájaro limpio, higiénico, decente. Es una desinteresada escoba que barre la basura acumulada, la basura que desborda las esquinas y las calles y los arrabales. Es el verdadero servidor de una baja policía animal que con su labor ha impedido tantas tragedias en esta ciudad. En el presente, los activos, animosos, animados gallinazos se sacan la mugre evitando a diestros picotazos, devorando los desperdicios insultantes, comiendo más de la cuenta, que los iquiteños acaben sepultados por tanta porquería evidente y visible.