Cuando Dionisio El exiguo, gracias a cálculos, sumas, restas y otras operaciones matemáticas, definió el 25 de diciembre como día del nacimiento de Cristo, no sospechó que esa fecha se convertiría en un bacanal de la compra y la venta. En sus inicios la fiesta universal era un rendido culto y homenaje al milagro de la intervención de Dios en la vida de los hombres y la mujeres, al enviar a su hijo al mundo convertido en un ser de carne y hueso. Pero con el transcurso del tiempo la Navidad fue degenerando en una celebración pagana donde se rendía culto al desborde del comercio, pleitesía a la exageración del negocio. Luego se impuso la gula, la tragonería del banquete a la hora de la cena. En medio del masticar y de la digestión nada importaba la vida y milagros del hijo del Señor. La fiesta dejó de ser entonces un homenaje al milagro de la divinidad, tendencia que conserva hasta el día de hoy.
En el calendario anual de estos años el 25 de diciembre es un ensayo de apetitos insaciables, de tendencias enfermizas. El que menos quiere comprar, consumir y gastar lo más posible como si el hijo de Dios no hubiera sido un hombre pobre que nación en la humildad y la pobreza. Los que pueden gastan lo indecible para armar sendos banquetes de la medianoche que nada tienen que ver con el aspecto religioso de la pascua. Entonces se hace necesario recuperar el espíritu original y entrañable de esa celebración. Es urgente retornar a la fuente primigenia donde se hacía un homenaje al acercamiento de Dios hacia los hombres gracias a la intervención y enlace de ese enviado que nació en un pesebre. Ello quiere decir que hay que recuperar la condición religiosa de esa fecha en nombre de un agasajo al ser que trajo tantos beneficios a los hombres y mujeres de ese tiempo.
La Navidad no puede seguir siendo un despilfarro de dinero y de cosas, un exceso de brindis y bocados. Tiene que sonar la hora de la reivindicación y celebrar el misterio del padre y del hijo, la relación del engendrador y el único engendrado. Y, sobre todo, tiene que agasajar el milagro del nacimiento de un hombre singular que vino al mundo a liberarnos del pecado, a combatir el mal, a acercar a los humanos al Dios uno y trino. La fiesta navideña debe enmendar su rumbo, abandonar el triste espectáculo del negocio delirante y resurgir en la celebración de una fecha magna que cambió para siempre la historia de la desconcertada humanidad de todos los tiempos.