RECUERDO DE LETICIA
EL bigotudo, serio y cetrino mariscal Ramón Castilla era un hombre de armas tomar y retomar. Amante de las estrategias militares, del ejercicio de tiro, de la efusión de disparos, gustaba del golpe militar. Y, justamente, tratando de sacarle la mugre a un rival suyo, tramando una nueva asonada, falleció cabalgando en su caballo, en Tiviliche. El tarapaqueño tuvo muchos defectos, como el exagerado juego de naipes, hizo una barrabasada en la maraña al ordenar la cacería de Ashánincas, pero con él en el gobierno este país de marras y amarras no hubiera perdido Leticia, que no es el nombre de una fémina sino de una ciudad que fue peruana y que ahora es de Colombia.
En el vergonzante historial del Perú en lo referente a pérdida territorial, jamás de los jamases se había llegado al extremo de entregar una urbe con todos sus habitantes como si fueran reses o primates de circo. El artífice de ese oprobio fue el pequeño Augusto Bernardino Leguía Salcedo. Pocos como él desataron tanto el espíritu de la sobonería nacional, pues fue comparado con grandes guerreros y llegó a ser nombrado como “Júpiter presidente”. El petardista Castilla jamás hubiera aceptado presiones para conceder tierras y gentes. Menos ese lugar que él inventó, porque quería allí un fuerte militar para defender la patria constantemente amenazada.
La toma de Leticia, gesta local realizada el 2 de setiembre, un día como ayer, es muchas cosas en nuestra historia regional. En primer lugar, evidencia el coraje de la mujer amazónica que fue la que protestó inicialmente en Iquitos contra el entreguismo. Luego es una impugnación a las decisiones del centralismo, de los caudillos que a través de los años decidieron en contra de esta región de los bosques. Es cierto que en determinado momento obedeció a los intereses particulares del cauchero Julio César Arana, pero en el fondo fue un esfuerzo cívico para detener la larga historia del despojo territorial.