POR KATENERE
Cuando José Baes llegó a Iquitos, en la ciudad, como en el resto del mundo, se celebraba la navidad. Decidió salir a conocer la ciudad, darse un paseo por la plaza principal, conocer algo de ella. Llegó a un café llamado “Cajuesiño”, vio un silencio perpetuo posado sobre algunas mesas. Ocupó uno de los asientos que daba con la calle, cogió uno de los periódicos, quiso leer las noticias de aquel periódico que había cogido llamado “Proycontra”. Una intrusa e impertinente sombra distrajo su iniciada búsqueda de la noticia menos pesimista, amarilla; buscó el mejor ángulo para traicionar a una sombra que se le acercaba. Cuando escuchó una voz delicada y amable, decidió dejar el periódico para atenderla.
—Señor, buenos días, ¿desea servirse algo?
José Baes había notado que sobre la mesa estaba la carta de pedidos. Lo cogió con un carácter gruñón, lo revisó detalladamente. Luego lo dejó caer.
—Me trae primero un café americano. Después una taza de chocolate con leche. Si algo más necesito, le avisaré.
El silencio dejó de perpetuarse cuando otros comensales empezaron a llegar, vio que el local tenía también un segundo piso, que también se vendían libros y que la gente disfrutaba del ambiente amable del lugar. De pronto resbaló en su mente el recuerdo de su huida a la ciudad más calurosa del país. No quiso denunciarse la culpa de que toda sea por su mal y decrépito carácter con las mujeres. Haber tenido el poder de un país, pero menos de una mujer. Sus ojos divagantes se rebuscaban en aquellas palabras grises de las noticias, no pudiendo comprender lo que leía por sentir que aquella navidad era la más solitaria que había vivido.
Desató la vista del periódico y buscó algún elemento que le devolviera la tranquilidad de no estar solo en el mundo. Buscó con uno de sus ojos algo que sea humano, encontró a una pareja que llegaba al asiento que se encontraba a un par de metros de distancia. El viejo se molestó, hizo un ademán de estar leyendo. Después de un instante dejó el periódico y husmeó lo que hacía la pareja que estaba tan cerca de él. Los jóvenes habían pedido sus tazas chocolate navideño que humeaba, pero no parecían querer vivir aquella fiesta navideña, ya que no dejaban de besarse apasionadamente. Eso molestó a Baes.
De vuelta a su lectura fingida, se distrajo con las fotos amarrillas. Después de un instante regresó a fisgonear aquel accionar de los muchachos, y estos seguían dándose besos apasionados. En eso, el viejo fijó atentamente su mirada en los labios de los amantes. El muchacho, impulsado por su pasión desenfrenada, decidió comer los labios de su amante. Eso perecía gustarle a ella. Luego fue devorándole el cuello, el pecho, los hombros, y también parecía gustar a la señorita. La pasión era más desbordante cuando el joven, que iba besando aquellos brazos, también se los iba devorando. El anciano observaba sin el mínimo escándalo. Luego el amante bajó hacia las piernas, y como sus labios iban llenándose de besos, la sangre iba rodando por las orillas de sus mejillas. Cuando el amante terminó de apasionarse, solo quedaba de su chica la ropa que había llevado puesta. El joven sacó un pañuelo de su bolsillo, se limpió la cara, miró al viejo, le regaló una sonrisa. El viejo no había fabricado ningún sentimiento de fatalidad o de horror. El joven pagó la cuenta, nadie parecía haberse dado cuenta lo que aquel joven había hecho. Luego se dirigió hasta el viejo, lo saludó, despidiéndose luego. El viejo volvió al periódico, y dijo: “estos chicos de ahora ya no son como de mis tiempos”.
Aturdido y asustado por lo que había visto, iba razonando mientras tomaba su café. Leyó nuevamente un rato, luego cogió su chocolate caliente, seguía pensando en lo que había visto. Se levantó, vio que el lugar seguía amable, cálido, pacífico. Quiso denunciar ante alguien lo que había sucedido, todos parecían estar felices por aquella navidad en el Cajuesiño. Se volvió a sentar, estaba incómodo, perplejo. Aquel sillón mantenía un aire extraño, misterioso. “No es posible que nadie haya visto lo que ha pasado”, se dijo. La misma muchacha se volvió hacia él, le preguntó si es que deseaba algo, el viejo Baes no le dijo nada. Cuando la muchacha estaba por retirarse, Baes le cogió del brazo.
—Señorita ¿no vio lo que el muchacho que estaba sentado en ese sillón hizo con su chica?
La mesera, con la misma sonrisa de luna que conservaba siempre, se extrañó con aquella pregunta.
—Señor, disculpe, no le entiendo.
—Hace un momento, en ese sillón, había una pareja de jóvenes que parece que habían pedido algo, pero que sin beber ni una gota de su chocolate, el joven devoró a su novia. ¿No me diga que no vio nada?
—Señor disculpe, pero en ese lugar no se ha sentado nadie hasta el momento.
El viejo Baes, preocupado de aquel hecho, le soltó a la chica del brazo y se sentó frente a su taza de chocolate que estaba a punto de acabarse. Se cogía de los pelos, se sobaba la cara como intentando despertar del aquel que le parecía un mal momento. Después de haber dejado caer sus manos, mientras que el café que se había bebido tranquilizaba su corazón agitado, vio nuevamente al joven que había entrado y había ocupado nuevamente el mismo asiento. El viejo Baes llamó desesperadamente a su mesera. Ella volvió, le dio la misma sonrisa de luna, él le dijo que ese joven, apuntándole al joven que revisaba el catálogo de pedidos, era el mismo que antes, en ese mismo lugar, se había devorado a su novia. La señorita miraba a Baes con sorpresa y susto.
—Señor, aquel joven es uno de nuestros clientes que viene a tomar desayuno en ese sitio. Y siempre ocupa el mismo lugar. Bueno, si no desea algo más, me retiro.
Baes no dejaba de mirar al joven sin disimulo. Después decidió tranquilizarse. Volvió a leer el periódico. No lograba concentrarse. Después de un momento vio que la chica que antes había sido devorada, había entrado y fue hacia el joven, a quien saludó con un beso. Baes volvió a llamar a la mesera. Ella, algo extrañada y asustada había atendido su llamado. Le había explicado que era ella la chica que ese joven había devorado antes. Ella, después de mirar a la pareja, le dijo que esa chica era la novia de aquel joven. Luego la mesera se fue. Mientras que la pareja conversaba amablemente, el viejo Baes no dejaba de mirarlos con los ojos aterradores, rojos de tanto terror o susto, ojos rojos de tanta preocupación y locura. Sus nervios estaban tensos, su alma estaba asustada, sabía que en cualquier momento iría a pasar lo terrible.
Cuando la pareja empezó a besarse, mientras humeaba aquel chocolate navideño, Baes se levantó con los pelos de punta, con el nervio calcinado, con los ojos destruidos y el alma en el cielo para gritar que aquel joven se iba a devorar a su novia, que alguien hiciera algo. Se movía de un lugar a otro, gritando en todo momento auxilio para esa pobre joven. Algunas personas fueron a detenerlos para que se tranquilizara, el dueño había llamado a emergencias, el viejo Baes no dejaba de gritar y no dejaba de llorar por el fatal destino que estaba a punto de sucederle a esa muchacha.
Después que la ambulancia se le había llevado a Baes, nadie había devorado a nadie. Pronto había vuelto la calma. El Cajuesiño había vuelto a ser el mismo lugar acogedor, hasta que una jovencita había entrado al local y había tomado el asiento donde antes había estado Baes. Mientras esperaba que la atendieran, cogió el mismo periódico que antes Baes estaba leyendo, buscó una noticia llamativa, algo que descubrió le había espantado desde el sector internacional del periódico: “En Brasil, joven mata y come a su enamorada”.