Desde la aparición del personaje Hipólito Suárez, queda claro para el lector que se trata de alguien cercano a la ruina. En el diálogo nada común con el perro habla sobre temas que nada tienen que ser con su circunstancia, con su momento, más encaminada a satisfacer sus ganas de beber licor. El retrato inicial del citado es una muestra de la decadencia, del desequilibrio mental y de otras desgracias que han atrapado al personaje en una red de ruinas circundantes. Ello es el preludio que anuncia la decadencia familiar donde se expresa un amor delirante que no encuentra su norte o su realización. Es entonces el retrato del poder económico y político con toda su crudeza donde los personajes parecen víctimas de un destino contrariado. Esas vidas se convierten, al final, en vidas acosadas y sin salida y acaban en el inevitable fracaso.

1

—Apóstol, el amor sigue siendo ese laberinto extraño en el corazón al que Dios nos condena, siempre en el infierno de la memoria, perdurando en los huesos, hasta que le plazca nuestra sepultura —dijo Hipólito mientras rebuscaba en la tierra lombrices para su carnada. En tanto que acomodaba su carnada al anzuelo, volvió a sonreír por su pródiga juventud que había regresado por un momento.

Su perro se encontraba impaciente.

—Ven, Apóstol, no me tengas miedo. Acércate, el odio no es para ti. Es para esos caballeritos hipócritas que hacen de la ciudad una peste humana. Ven, perro bueno, mira el río. Dime si no es hermoso como dice Temis. El río es la cuna de los ángeles, con su enorme paciencia. Ven, dime si los dioses no hicieron de esta hermosura el mejor lugar para soñar.

Volvió a sentarse. Al no sentir pez alguno que merodeara la carnada, se dirigió a su perro, otra vez:

—Apóstol, con tanta paz, ya no quiero pensar en la muerte, que a veces me sale de la esencia de mi pensamiento siniestro.

El borde del río, una media luna gigante, invadida por árboles tupidos como tejidos, con hilos verdes, rellenaba el espacio de aquel bosque de paz que estaba cerca de ser alcanzada por la urbanización y la industria.

—Apóstol, creo que ya nos visita el hambre. Debemos pescar algo para comer en casa. ¿Qué ciudad es esta que hace del propio hombre su mayor enemigo? Apóstol, nunca más quiero que vayas a esas casas a mendigar comida.

El brazo de Hipólito volvió a ser templado por la extraña fuerza de un pez desde el fondo del río. Su cabeza giró hacia Apóstol, con una leve sonrisa en los labios morados. Desde el fondo de su ser cansado y arruinado, sacó fuerzas.

—Apóstol, no te quedes sin hacer nada. Ven, ladra a la presa para que se atemorice.

El perro se acercó. Hipólito quitó el anzuelo. Su presa era grande, suficiente para un almuerzo. Tomó un trago de una pequeña botella de licor.

—Debemos seguir pescando, compañero, porque este pez nos puede calmar el hambre de una semana, pero no de un mes.

Siguió en su cometido.

—Apóstol, hasta ahora no me has dicho quién te mandó a buscarme. Si fue Dios, el pasado o llegaste para acompañarme hasta que descubra el reino de la muerte. No sé nada de ti, pero tú sabes mucho de mí.

Hipólito jaló el anzuelo sin ver ninguna presa.

El sol sobre el río Amazonas perdía la batalla y se mostraba rendido ante la noche. Hipólito se encontraba a casi cincuenta metros del puerto principal con un solo pescado.

—Para el intenso hambre, no hay mal pescado, Apóstol.

Cuando Hipólito emprendió su regreso, se impresionó al ver en el pequeño muelle los barcos que llegaban de Europa. Salió del pequeño bosque tejido de cedros y capironas que ocultaban el canto unánime de las aves que se despedían de la tarde arruinada. Pisó tierra limpia y se sintió como un errante. Las vestimentas pulcras de aquellos transeúntes dirigiéndose a los transportes lo cegaron mientras se involucraba en el camino.

Desde el asiento, bajo la sombra de unas palmeras, observó la ciudad: triste, lenta, pesada. Desde una vertiente, un grupo pequeño de personas apareció. Cantaban al compás de un tambor rústico y de un pífano, cargando a un santo. Pedían ofrendas para el yeso. Pasaron muy cerca de Hipólito. Al verlo pobre y loco, no se atrevieron a pedirle monedas. Hipólito se levantó y decidió ir al bar de Masha.

2

Hipólito llegó a su destino. La oscuridad se había quedado con la ciudad. La languidez del ruido le aturdía, la luz perezosamente opaca de los mecheros, que pendían en las esquinas, le incitaron a abrir más los ojos. Se dirigió al mostrador, pidió un trago, pero nadie lo atendió.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Tienes algo para vender? —preguntó Masha.

—No sé qué te puedo vender.

—Ya, no te hagas, que fiado ya no doy. Ni un trago sale si no es con algo a cambio.

«Acá todo el buen trago que llega es contrabando. Lo sé porque lo he visto, y el dueño se hace el huevón, solapa nomás pasa su carga, y la Policía y la Aduana que chapan su comisión, calladitos se los tienen, como muchos de acá».

—Siempre me traes cosas de valor, ¿o se te acabaron las cosas de tu padre? Tu viejo tenía buen gusto, con eso de que era el anfitrión de la ciudad para los extranjeros y de los empresarios. Qué tales fiestas se mandaba, y las putas que se tiraban. Tú no le sacaste ni las canas al patrón, que sí tenía buen gusto, hasta que se casó con esa huitota de mierda. ¿Cómo se llama?

—Temis.

—Ahí está, Temis se llama esa huitota, que fue lo único que te quedó de herencia.

—Oye, no hables huevadas.

El reloj de la catedral tocó las seis y treinta de la tarde.

—¡Vaya al carajo con la hora, ya se me hace tarde! —exclamó Masha.

—Qué tienes que ver con la hora.

—A esta hora llega uno de mis mejores clientes. Le preparo una mesa y se sienta a beber, después empieza a contar sus viajes que hizo por los ríos de acá. Debe ser uno de esos locos como tú, quien, después de ser senador, ahora no eres nada.

—¿Será posible, o no, que me des una botella de trago? Luego te pago con algo que encuentre en casa.

«Ya nadie quiere comprar goma, dicen y ahora todos nos vamos a la mierda».

Masha no atendió la súplica de Hipólito, sonaba a capricho desvergonzado, áspera voz masticada y escupida por el tiempo. El escenario era alumbrado con tibia gradualidad.

—¿Sabes qué pasará si te doy la botella de licor sin nada a cambio? Me iré a la ruina. Más bien, tráeme a la india que tienes en casa y te doy lo que tanto me estás pidiendo.

—Pero fue la mujer de mi padre.

—Es una india. Yo solo la quiero para que cocine, para eso solo me serviría.

—¿Y si ella no quiere?

—Solo por una noche, hasta que me pagues. Luego te la llevas.

Apóstol ladró casi en los oídos de Hipólito. Hipólito dejó de prestar atención al perro, cuando alguien entró al bar. Era un hombre con su vejez tosca en el rostro.

Masha se acercó al hombre con un vaso pequeño y una botella de whisky. Le sirvió lentamente sin decir nada, luego se retiró con la paga en su mano.

—Si no aceptas, es mejor que te vayas —dijo Masha cuando volvió al mostrador.

—Veré qué puedo hacer —contestó Hipólito y se retiró.

«El tipo de allá, dice tener harto billete. Vino de España y no sé qué hace por acá. Hay que esperar que salga y lo seguimos. Algo le encontraremos», se escuchó decir desde una esquina.

Cogió la ruta hacia su choza, el camino era delimitado por la oscuridad de masas causada por las hojas de los árboles. Los rayos de luna eran sombras de luz en algunas partes del camino. Los pájaros de la noche se movían entre las hojas oscuras, mientras los grillos, con sus proféticos cantos secos, escondían la concentración de Hipólito para elegir el mejor camino y no ensuciarse los pies con el charco.

En el sitio donde empezaba su propiedad, se remangó el pantalón deshilachado, advirtió la silueta de su pequeña casa. Avanzó unos metros, volvió a detenerse para escuchar el concierto nocturno de los búhos. Hipólito mordió su alma por lo que pretendía con Temis. Fue siguiendo el camino húmedo y encharcado hasta donde quedaba la rústica y pequeña escalera que daba con el piso de la casa. Por una vez más, se volvió a detener para observar lo que quedaba de la casa de su padre, quemada algunos años atrás. Ahí se encontraba la casa arruinada. Como un fantasma triste, la casa quemada estaba a unos metros de la vieja y rústica choza, mientras se caía cada día, poco a poco, en pedazos de carbón, esparciéndose como ceniza.

Dio seguridad a sus pasos dejando caer levemente su saco viejo y mojado en aquel pasadizo que lo esperaba. La luna se divisaba por el espacio libre dejado por la cocina. Hipólito, con la cabeza agachada, avanzó hasta la tinaja de barro. Bebió un poco de agua y llamó a Temis. Nadie le contestó.

Al acercarse a la habitación de la mujer, volvió a llamarla, haciendo traspasar su voz por las rendijas de las paredes hechos con delgados listones. Empujó la puerta, no sintió la fuerza con que la abrió, entró sin ningún detenimiento de conciencia a la habitación. Levantó el mosquitero, la cama estaba vacía como la misma casa. Sobre la cama había una sábana hecha de retazos de sacos de harina, confeccionada por Temis. A los pies de la cama encontró pequeñas artesanías de barro. Su vestido de ciudad estaba tirado a un lado de la cama y su humor todavía se dejaba respirar en su ropa interior que estaba doblada donde debía estar su cabeza. Era la primera vez que Hipólito estaba en la cama de Temis.

Cogió la ropa interior. Lo limpió como si estuviera sucio y luego lo llevó hasta su mejilla barbuda sin lograr sentir la suavidad en su rostro. Lo dejó caer como una estrella fugaz y lo recogió del suelo para doblarla y dejarla descansar en su sitio. Se imaginó que la cama debería estar fría, rozó con sus dedos aquella sábana. Luego buscó a Temis por debajo de la cama, buscó en los otros rincones de la cocina y no la encontró.

Decidió esperar a que Temis llegase, se sentó en el piso de la sala y se sacó las botas que le apretaban los pies. Vio sus pies envejecidos. Sintió una picazón, se rascó los pies con la suavidad cansada de sus manos. Se volvió a poner las botas, preparándose para salir, sin olvidar la propuesta de Masha.

Se acordó de unos ternos de casimir inglés que aún conservaba en un baúl. Sin importarle que estaba por llover, entró a una habitación y encontró un terno fino. Luego pasó al baúl de su padre, de donde cogió un par de sombreros de copa y los metió al saco. Sin saber cómo llegar hasta la ciudad, se puso a pensar con qué diablos se alumbraría por todo el oscuro camino. Decidió coger la otra lámpara, que estaba en el extremo. Apóstol volvió a aparecer. Caminó con el saco en su espalda, tratando de adivinar siempre el camino correcto. Cuando se detuvo en la puerta del bar, estaba exhausto.

—¿Dónde está la puta? —dijo Masha.

—No lo sé.

—¿Qué traes ahí?

—Un par de cosas que te pueden interesar.

—A mí no me interesa lo que tienes ahí, te he dicho que quiero a esa chola. No te mandé a buscar tonterías —dijo Masha.

«¡Que viva Iquitos, carajo! Somos bien loretanos todos, y si hay un colombiano por acá, que venga y nos rompemos la cara a puros golpes, hasta quitarnos el alma de encima».

—Pero te puede interesar, mira nomás —murmuró Hipólito.

—A ver.

—Acá tengo un terno de casimir exportado de Londres, un par de sombreros de copa inglés, como el que llevas puesto. Son muy finos y valiosos —susurró Hipólito.

—No te pares ahí, ven por acá, das mal aspecto a mi bar.

—Mira, este terno te puede servir para la fiesta de carnaval que organizan los militares. Estos sombreros de copa te darían mejor presencia, ya que el que llevas puesto está viejo.

—Y para qué quiero mejor presencia en esta ciudad de indios.

—Lo puedes vender a alguien que lo desee.

—No vendo sombreros ni ternos. Yo vendo licores y nada más.

—Pero en el bar La Constancia me han comprado siempre estos productos y ellos los venden a la gente que viene de afuera.

—Oye, si ellos te compran, lárgate para allá y no me hagas perder el tiempo.

Hipólito guardó silencio y vio que Apóstol lo miraba como lamentando su desdicha.

—Por última vez te recibo estas cojudeces, no porque me gustan, sino porque tengo un cliente extranjero que siempre viene y tal vez le puede interesar.

—¿Y cuánto me vas a dar? —preguntó Hipólito.

—Una cajetilla de cigarro Monumento Loretano y un par de botellas de licor.

—Pero siempre me das una cajetilla de habano y dos botellas de whisky.

—No te hagas el especial. ¿Qué te dije si me traías a la huitota? Te daba lo que me pedías, pero, como no la trajiste, lleva lo que te doy, o, si no, anda búscala y te doy el doble de lo que siempre te llevas.

—Pero no sé dónde se ha metido, no la encuentro.

—Búscala. De repente se largó con otro indio a formar una tribu. Ja, ja.

—Llevaré lo que me ofreces. De igual modo, la seguiré buscando.

—A veces los clientes quieren tirar indias de acá y yo no sé de dónde sacar.

3

«Debería haberle dicho: ¡Vete a la mierda, huevón!, si piensas que te iba a dar a Temis. Me quieres engañar, pero no. En buena hora no la encontré. La quieres para que se la tiren. Te haré pagar, Masha, todas las humillaciones”.

Hipólito cruzaba la plaza de Armas hasta descubrir que había llegado al centro de la ciudad, sin saber adónde ir. La plaza cubierta de hierbas estaba llena de gente. Los barcos europeos habían llegado. Miró a su alrededor mientras caminaba hacia el jirón Lima, sin rumbo. Dio media vuelta y llegó a la esquina de la calle Orellana. Se sentó en la vereda de una casa.

Rondaba por el muelle cuando alguien se le acercó.

—Usted, ¿a quién espera? —pero Hipólito lo miró con desgano. Se encogió los hombros, el hombre lo dejó, se acercó a las personas que salían de los barcos.

Hipólito siguió su camino y descendió por el puente hasta la orilla, hacia el aserradero cerrado de Levy Shuller. Miró hacia el río. Bajó por el sendero con pasos tiesos, había árboles caídos al costado del camino. La sombra de luz que llegaba desde el barco le ayudó en el descenso, el sendero estaba húmedo. «Espero que todavía esté la canoa en su lugar», se dijo.

Llegó cansado, se hundió en el fango para atraer a la canoa alejada de su paradero. El empeño amargo para embarcarse le hizo resbalar con el primer pie que puso en su navío. Se levantó, se sentó en la proa, dispuso un buen lugar para su saco. Apóstol se acomodó sobre una rústica tabla en medio de la embarcación. Había espacio para muchas más personas, pero él viajaría solo. Cogió un palo para usarlo como remo. Sacó de su saco una de las botellas de licor, bebió un poco, empezó a empujarse con el palo, alejándose de la orilla hasta dar con la fuerza del río que le direccionaba a otro destino.

—Si quieres yo puedo ser tu guía —escuchó decir desde atrás.

Volteó para ver de quién se trataba. Descubrió a un tipo elegante sentado en su popa, con un remo en la mano. Era Claudio Salinas, como un fantasma, su apariencia no se dejaba visualizar por la perezosa luz que llegaba fatigada desde el muelle.

—Porque te apareces recién —dijo Hipólito—. No te veo hace mucho tiempo. Todos dirían que eres un fantasma, pero para mí eres tan real como Apóstol.

El perro ladró como reprochándole la comparación.

—Tú sabes, yo siempre estaré contigo en las buenas y en las malas, así esté vivo o muerto. Así que vamos a buscar a Temis.

Hipólito enfocó su mirada hacia adelante y siguió empujándose con el palo hasta que tocó con la fuerza del río donde las aguas viajan solas.

Miró hacia su popa, Claudio no estaba, Apóstol dormía. La ciudad iba quedando atrás, cruzaban por un puerto rústico, con graderías hechas con la misma tierra desde la pendiente. Un grito estalló en la oscuridad pidiendo ayuda.

—Debe ser alguien que se quedó naufragando —dijo Claudio.

—¿Quién podrá ser?

La canoa con su mágica proa insistió su acercamiento hacia el náufrago. El mechero adivinó el rostro del hombre. Hipólito lo levantó hacia su embarcación y se quedó mirándolo.

—Perdone, pero si usted no hubiera estado por aquí, me moría. Gracias de verdad.

—¿Quién es usted?, ¿qué hacía en este río?

—Unos tipos me asaltaron saliendo de un bar, y me tiraron desde un barranco después que me quitaron todas las cosas de valor. Solo me queda esta camisa y estos pantalones. Me llamo Luis Martínez de Balboa. Vivo desde hace treinta años en la ciudad, vine de España por un sueño. Invertí toda mi vida en eso, así que no quise regresar a mi país. ¿Y usted qué hace por acá?

—El que está atrás es mi amigo Claudio Salinas, y el que está detrás de usted es mi perro Apóstol, experto resucitador.

Claudio saludó, pero Martínez no vio a nadie, ni comprendió lo que Hipólito le quiso decir, pero trató de entenderlo.

—Estamos navegando en busca de Temis, la mujer de mi padre. En la mañana la dejé en mi casa…

—Hipólito, ahórrate los comentarios —dijo Claudio.

—Sí, Claudio, tienes razón —Martínez no entendió con quién hablaba—. Estamos viajando en busca de Temis porque creo que se fue a su tierra.

—Déjame decirte que conozco muy bien los ríos de este lugar. Vamos, te indicaré por dónde ir. Claro, si te puedo acompañar.

—Sería una buena idea que nos acompañes, ni Claudio ni Apóstol se molestarían. Acomódese donde está y seguiré la ruta que me indique.

—Y tú, con tu barba vikinga, ¿de dónde eres?

—Mi barba miente. Soy de acá, de Iquitos, pero a los diez años me fui a Lima con una tía. Hace más de treinta años volví y no sé a qué vine, pero ya me ves, jodido nomás.

Martínez creyó que lograba ver a Claudio en la popa. Mientras los truenos despertaban en el cielo, no lograba divisar bien su rostro.

—Hipólito, repite conmigo esto: «¡Los que surcan el mar con naves y están maniobrando en medio de tantas aguas! ¡Esos han visto las obras del Señor y sus maravillas en el profundo del mar!» —gritó Claudio.

—¡¿De dónde sacaste eso?!

—¡De la Biblia! ¡Salmos, capítulo 107, versículos 23 y 24! ¡Es un aleluya, una alabanza a Dios! —gritó Martínez.

El aviso era desolador, unas gotas enormes empezaban a caer. La lluvia se venía completa, con trueno y el más feroz de los vientos.

Remolinos funerarios se formaban alrededor de la canoa. Hipólito buscó la orilla encarcelada por la noche y no la encontró. El candil se había apagado con las primeras gotas de lluvia, el palo no era suficiente para calmar las pedantes olas. Martínez trataba de ubicar la orilla, Claudio rezaba, pero las olas y las lluvias hacían gala de su naturaleza.

—Señor, sálvanos, Señor, sálvanos de todos los males, Dios santo… —rezaba, pero la canoa, desorientada, iba de un lado a otro, manipulada por el viento y por los golpes de las olas.

—Invirtamos la canoa, que los bordes queden debajo del agua —gritó Hipólito al ver que su embarcación estaba llena de agua hasta los bordes.

—¿Claudio, te encuentras bien? —preguntó Hipólito.

—Sí, no te preocupes. Solo esperemos que pase esta torrencial lluvia de mil demonios.

—¡Señor, sálvanos,…sálvanos de todos los males, Dios santo…! —dijo Martínez. Un estruendoso y feroz trueno apareció en el cielo, una luz se prendió en el espacio llovizno y Martínez logró ver a Claudio que se sostenía de la popa. Martínez creyó por primera vez que el alcohol le estaba volviendo loco.