Por: Gerald Rodríguez. N
En nuestra política peruana, cosechamos lo que sembramos, aunque debería ser, los políticos
por lo que renegamos son los políticos por los que hemos elegido. Pues en nuestro país, el
político más mediocre es el que es premiado, y he ahí el resultado en nuestra gobernación
regional, en nuestras municipalidades, en nuestro congreso; porque nuestra democracia no es
competitiva, porque siendo así estos señores no ganarían ni la dirigencia de su calle. Son
mediocres porque piensan que es indispensable bombardear a la gente su imagen, así sean
incompetentes o deshonestos, para convertirse en un “producto” capaz de ganar después en
las urnas. Y evitan cualquier roce con el contraste o la crítica, que dramáticamente llaman
“guerra sucia”.
Son mediocres porque no permitimos que debatan en serio, ya que les ahorramos el fastidio
de ser cuestionados, son mediocres porque no permitimos que se irriten con la crítica en las
campañas y no les exigimos que pongan tres ideas hiladas en discursos persuasivos para votar
por ellos: ¿podemos esperar que una vez en el gobierno se comuniquen bien? ¿podemos
esperar que movilicen al pueblo con su discurso? ¿podemos creer que serán capaces de
dialogar con sus críticos y ganar más adeptos a sus propuestas de política pública? ¿tendrán la
capacidad para enfrentar alguna crisis? Nuestros políticos son mediocres porque fueron
candidatos mediocres que dieron y dan discursos mediocres y llegan a la cima de gobiernos
mediocres. Lo irónico es que quienes terminan siendo víctimas de ese modelo de
comunicación de “pase automático” sin examen son los propios políticos cuando sufren las
realidades del poder.
Porque en tiempos de elecciones, es tan peligroso que el político mediocre tome el poder,
como darle una pistola a un loco, y en eso se resume nuestra realidad, porque, ¿qué es lo que
mejor se le da a un político mediocre? Reconocer a otro político mediocre. Juntos se
organizarán para rascarse la espalda, llenarse los bolsillos, se asegurarán de devolverse los
favores e irán cimentando el poder de un clan que seguirá creciendo, ya que enseguida darán
con la manera de atraer a sus semejantes. Lo que de verdad importa no es evitar la estupidez,
sino adornarla con la apariencia del poder. Alguna vez dijo Robert Musil: “Si la estupidez […] no
se asemejase perfectamente al progreso, el ingenio, la esperanza y la mejoría, nadie querría
ser estúpido”.
El político mediocre, al creerse más listos que todos los demás, se complace con frases
cargadas de sabiduría tales como: “Hay que seguir el juego”. El juego –una expresión cuya
absoluta vaguedad encaja perfectamente con el pensamiento del mediocre– requiere que,
según el momento, uno acate obsequiosamente las reglas establecidas con el solo propósito
de ocupar una posición relevante en el tablero social, o bien que eluda con ufanía tales reglas
–sin dejar nunca de guardar las apariencias–, gracias a múltiples actos de colusión que
pervierten la integridad del proceso. Porque la norma del político mediocre lleva a desarrollar
una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se
convierte en un valor en sí mismo, y eso estamos hartos de ver: los que dicen que hacen
mucho por la región, por la ciudad, por el pueblo o por el país, pero que en realidad no
hicieron ni hacen nada, ni un proyecto de Ley, ni una obra nueva y duradera, o que
devolvieron dinero que no pudieron gastar, mostrando a todo nivel su alta mediocridad.