ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
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Siempre sucede en domingo. Antes de todo, la lectura. Antes de los aseos básicos, la mirada a los artículos. Antes de levantarse de la cama, una ojeada a las ediciones virtuales de los diarios. Y, con las omisiones que el propio autor nos implanta, siempre se inicia con la lectura de lo escrito por Beto Ortiz y, vaya vaya, dura todo el día porque esas palabras domingueras puede estallarte permanentemente en la sien todos los días siguientes. Todos. Este domingo, el último de julio, no podía ser la excepción. Y, nuevamente, uno encuentra coincidencias de lo más hermosas. Palabras bien escritas que, al final, son un homenaje a la buena escritura y al pensamiento previo. Y esa lectura me ha levantado. No solo de la cama. De todo, me ha levantado. En este frío invierno donde por esas cosas de la vida me encuentro solo con mi soledad y, como si del juego de la ouija se tratara, la imagen de mi padre, mis abuelos y tatarabuelo se acerca a mi escritorio. Y con ellos las imágenes de las mujeres que pasaron por sus vidas.
Y en ese recorrido creo ver al padre de mi abuelo, es decir mi bisabuelo, cruzando la calle que divide la plaza de Moyobamba con la parroquia, acompañado de cuatro de sus hijos en una de las tres madres que quiso para su generación. Él, llegado a la ciudad que siempre fue una de las más importantes y antiguas de la Amazonía, tenía la intención de inscribir de un porrazo a los cuatro hijos que continuarían la sucesión de la estirpe. Era el final del siglo 19, cuando nadie presagiaba que en esa continuidad estaban los predecesores de los engendradores de quienes cien años después indagarían sobre los pasos de ese migrante español. Seguro iba vestido de blanco. Elegante, a la usanza de los emprendedores de la época y de los caucheros que manejaban miles de peones.
Y en ese recorrido se han cruzado con cierta intermitencia los antepasados de otros. Como los del autor de “La distancia que nos separa” o los de Juan Carlos Yrigoyen. Renato Cisneros y el autor de “Pequeña novela con cenizas”. Y en esos antepasados he creído ver a los míos. El gaucho, según la obra de Cisneros, era tan enamorador que trasladaba esa galantería a sus propias hijas, a quienes besaba en la boca y por lo menos con una de ellas sus celos eran evidentes cuando se le acercaba algún pretendiente. El padre de Yrigoyen, según el autor, tenía una relación que se resumía en una palabra: pornográfica.
No es necesario decirles que, sean escritores y/o periodistas, bien haríamos todos en regresar hacia nuestros antepasados. No solo para quererlos más –como es mi caso- sino para aprender de esas vivencias y no repetir los errores en que incurrieron y multiplicar los aciertos que cometieron. No es por gusto que nos repiten que nosotros somos los que nuestros antepasados fueron. Es decir, el resumen genético de los padres y madres de por los menos cinco generaciones anteriores a las nuestras.