La violencia instalada a escala nacional por una dejación del Estado en sus funciones también ha llegado a la tranquila urbe de la floresta donde rugen las aguas benditas y la selva se inclina a su paso, de acuerdo con el estribillo de una conocida canción amazónica. Según los antiguos pobladores de esta ciudad en la que casi todos se conocían, hoy es una urbe de desconocidos. Se ignoran. Hasta el deje cantarín se quiere borrar. Las viejas familias han muerto o han liado sus bártulos y se han ido muy lejos. Hay mucho foráneo lo dicen con halo de nostalgia los abuelos que todavía sacan su silla para estar sentados a la vera de sus puertas. Se ha trastocado casi todo, todo. La cara de esa villa tranquila (pero a regusto pachanguera) de la floresta ha transmutado y no precisamente para bien. Es otra. El puerto llamado canción estaba inmune a lo que ocurría a su alrededor, hacía oídos sordos, así se vivía mejor comentaban por los radioperiódicos. Caían balas, disparos de metralletas no muy lejos y en la isla parecía que eso no ocurría – al menos aparentemente porque los crímenes (delitos) eran más soterrados. Era como si pisaras otro país, detrás de los cerros y en la región de los bosques como refería el primer presidente de la Corte Superior de Loreto en su discurso anual. Hoy la ciudad se encoge de miedo. Se le arruga el corazón (el shungo). Las balas y los sicarios andan a sus anchas como en la novela de Fernando Vallejo, “La virgen de los sicarios” (me mostró a un Medellín que desconocía tras la aparente calma de la ciudad). Las muertes violentas campean en las esquinas. Toda ha cambiado, me comenta un resignado poblador con halo desolador. Esto es un infierno. Ni los abogados ni abogadas se salvan, son muertos a balazos. La violencia está arrebatándonos nuestra indignación, hay que hacer algo.
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