El Celta contra los caucheros
Un verdadero acontecimiento mundial ha sido la publicación de El Sueño del Celta, nuevo libro del Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. En poco tiempo, se han agotado en librerías varios de los cerca de medio millón de ejemplares que ha lanzado la editorial Alfaguara.
A mí, el hecho me suscita algunas reacciones. Por un lado, emoción, por volver a leer una obra de Súper Mario. Pero también mucha expectativa, porque la trama implica de modo directo a la Amazonía.
En verdad, no debería haber persona que quiera saber un poco sobre la Amazonía peruana, sobre la historia no siempre tan edificante, que quiera recorrer a través de las venas abiertas de un pasado que aún duele e indigna, que no esté al tanto de la vida de Róger Casement.
Porque hablar de Casement, sin duda, es también referirse a los crímenes del caucho, específicamente a los crímenes que se cometieron contra miles de indígenas en el Putumayo. Es referirse a uno de los protagonistas de una de las denuncias más brutales contra todo un sistema de explotación y crimen rayano con el genocidio.
Pude, gracias a una generosa amiga, ojear un trabajo monumental, escrito por un investigador irlandés Brian Inglis en 1973. El libro, sin duda, toda una revelación, cuenta un poco las venturas y desventuras de uno de sus compatriotas más legendarios. Y digo legendarios como pudiese decir extravagantes, bravíos, inefables. Porque, sin duda, Casement fue un personaje inigualable.
Casement fue patriota, y defendió a Irlanda contra el yugo inglés, algún momento. Pero también es cierto que a veces luchó por algo más, por la libertad y por la justicia. Su amor por el país que lo vio nacer solo puede competir en fuerza con el arrojo que tuvo para denunciar algunas de las más crueles escenas de indignidad del hombre contra el hombre.
Cuando, en 1907, el periodista loretano Benjamín Saldaña Roca denunció ante el Juzgado del Crimen de Iquitos una serie de crímenes cometidos contra poblaciones indígenas, por parte de una de las más grandes compañías caucheras de aquel entonces, la Amazon Peruvian Co., dirigida por Julio César Arana, no imaginó que su apuesta iba a tener una repercusión tan fuerte. Se calcula en más de 30 mil los exterminados, entre ellos pobladores Huitotos y Ocaínas, usados como mano de obra barata y descartable en zonas como El Encanto y La Chorrera.
La investigación fue silenciada en el Perú, debido al inmenso poder económico y político de Arana y sus socios. Se tuvo que recurrir a La Liga Anti Esclavista de Inglaterra y a un movimiento internacional de prensa para que el tema saliera a la luz con fuerza. Debido a ello, a partir de 1909, una investigación del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido (debido a que la empresa estaba registrada en Londres con capitales ingleses), dirigida por el entonces cónsul Roger Casement, reveló que en efecto se habían llevado a cabo no sólo tratos inhumanos contra los indígenas, sino también que aquellos tratos incluían asesinatos premeditados.
Casement llegó a Iquitos por primera vez ese año, y luego volvió en 1911 para investigar el incidente. A partir de allí, Casement, minuciosamente, recopiló todo los documentos, indicios, pruebas de la carnicería. Cuando en 1912 su Informe fue hecho público, los hechos eran espeluznantes: el repentino crecimiento de la demanda internacional de goma fue la justificación para que miles de seres humanos, considerados inferiores o poco menos que bestias de cargas, fueran sometidos a esclavitud, privados de comida, castigados mediante azotes, encadenados a árboles o varillas de acero (cual animales) apresados con cepos, violados y, finalmente, como en una orgía violenta, asesinados y abandonados en fosas comunes, o ,en algunos casos, a las inclemencias del bosque.
El shock que provocaron dichas revelaciones fue tal que el mismo año, luego de la presentación del Informe, el Papa Pio X, profundamente conmovido, firmó la encíclica Lacrimabili Statu, condenando vehementemente los crímenes del Putumayo.
Evidentemente, el proceso del Putumayo fue largo, tedioso, y sirvió para que todo el poder de los barones caucheros se lanzara sobre los denunciantes. No solo contra Casement, sino contra todos los que habían movilizado su tiempo y su propia vida en hacer justicia por los exterminados. Los insultos y campañas de difamación contra ellos fue asombrosa y sistemática. Sin embargo, a pesar de que las pruebas eran evidentes, y la condena moral era unánime, la impunidad ganó finalmente. Arana y sus socios mayores nunca fueron realmente condenados e incluso el primero llegó a ser representante de Loreto ante el Parlamento (y fue un vehemente defensor del Perú ante los intentos expansionistas de Colombia no tanto por nobleza, sino porque esta acción afectaba sus negocios en la frontera).
Evidentemente, la figura de Casement fue reprendida con resentimiento y saña por los caucheros y los afectados por su denuncia. Algunos de sus corifeos pregonaron durante mucho tiempo (y aún lo hacen los actuales) la extraña personalidad del Cónsul para desprestigiar sus investigaciones. Cuando el 3 de agosto de 1916, Casement fue ahorcado en Londres, al descubrirse que supuestamente era espía del gobierno alemán, muchos recuerdan las notas emocionadas y entusiastas de jolgorio y algarabía en la plutocracia iquiteña (que había vivido de los dividendos del caucho) por la desaparición del enemigo irlandés.
Sin embargo, la historia parece haber reivindicado la figura de Casement y su gran trabajo de mostrar los horrores de la codicia y el poder absoluto en medio de la profunda Amazonía. El hecho de que la novela de nuestro Premio Nobel (cuyas fuentes también incluyen documentos conseguidos durante su último viaje hacia Iquitos, el 2006, y a través de fuentes directas en nuestra ciudad) exponga estos momentos es, en el fondo, también una forma de recordar no sólo con ira, sino también con serenidad y justicia uno de los episodios más negros de nuestra cronología.