Autor de ‘La hoguera de las vanidades’ o ‘Todo un hombre’ está considerado como uno de los padres del Nuevo Periodismo. Pro & Contra quiere rendirle homenaje con dos escritos. Una nota desde que se conoció su muerte escrita por Amanda Mars y la otra de José Manuel Calvo Roy, ambas aparecidas en El País. La primera es una biografia y la más antigua del 2005 cuando cumplió 75 años. Tom Wolfe nos ha legado la buena lectoría y mejor escritura.
Tom Wolfe, el dandi de traje blanco que revolucionó el oficio de cronista en los sesenta, murió el lunes en Nueva York a los 88 años. Cáustico, brillante, demoledor, narró con audacia la sociedad estadounidense tanto desde la realidad como desde la ficción. Fue autor de novelas de gran éxito como La hoguera de las vanidades o Elegidos para la gloria y de artículos de leyenda. Su agente literario, Lynn Nesbit, informó del fallecimiento a causa de una infección, sin aportar más detalles. Con Wolfe se va uno de los últimos precursores del nuevo periodismo, ese club de reporteros que aplicaron a la prensa las técnicas de la novela.
Nació en 1930 en Richmond, la capital del Estado de Virginia, y era nieto de un carabinero confederado. Se doctoró en estudios americanos por Yale y, tras comenzar trabajando de redactor de un periódico de Massachusetts llamado Springfield Union, a mediados de los 60 dio el salto a revistas como New York y Esquire. Se lanzó entonces a explorar nuevas formas de narrativa periodística.
Un reportaje de Gay Talese de 1962, sobre el boxeador Joe Loie, le abrió esa veta: se podían contar las noticias, las historias de las calle, de otra forma. Así comenzó a cultivar unos textos preciosistas en las descripciones, que desarrollaban los personajes y jugaban con el punto de vista. Importó, en definitiva, las técnicas de la literatura de ficción a la crónica de los hechos. Junto a Talese, Truman Capote o Joan Didion, cimentó un nuevo oficio que plasmó en el libro El nuevo periodismo. En 1987 dio el salto a la ficción con La hoguera de las vanidades, su obra más conocida y aún considerada como la gran novela de Nueva York que, a partir de un joven triunfador que atropella a un chico negro en el Bronx, cuenta las cloacas de la metrópolis.
En su escritura había bisturí y mala sombra. Así diseccionó sin piedad la opulencia cínica de Nueva York, los conflictos raciales de Atlanta (en Todo un hombre) o, ya en su última etapa, descuartizó Miami ( en Bloody Miami) para hablar de la inmigración. Así se pronunciaba también sobre cualquier asunto político o social de actualidad, mordaz, penetrante. “Un intelectual es alguien que sabe sobre un asunto, pero que, públicamente, solo habla de otras cosas. Y cuando Chomsky empezó a denunciar públicamente la guerra, ¡de repente se convirtió en un intelectual! Aquí un intelectual tiene que indignarse sobre algo”, dijo en una extensa entrevista con EL PAÍS, en 2005.
Su actitud literaria y vital le granjeó críticas y adversarios, como recuerda su legendaria enemistad con el también periodista y escritor Norman Mailer. Wolfe pisó muchos callos. Uno memorable fue el de la crónica de 1970 en The New York Magazine titulada Estas veladas radicales chic, en la que relató cargado de ironía la fiesta que Leonard Bernstein y unos amigos de la crema estadounidense habían organizado en la elegante casa del compositor en Manhattan, un dúplex de 13 habitaciones ubicado en Park Avenue, con el fin de recaudar fondos para los Panteras Negras. El texto destrozó a sus protagonistas y la expresión radical chic se popularizó. Según Wolfe, le empezaron a llamar conservador a partir de entonces. “Muchos me preguntaron: ‘¿Cómo pudiste hacerles quedar mal?’ ¿Yo? ¿Acaso invité yo a los Panteras Negras a mi casa para que me entretuviesen? Lo hicieron ellos, porque pensaron que era muy chic”, decía en otra entrevista en 2014.
Había crecido en un ambiente religioso y conservador, no tenía problemas en defender su voto a George W. Bush y la decisión de atacar Irak o en burlarse de todo lo establecido. Llevaba casado desde 1978 con Sheila Berger, que era directora de arte de la revista Harper, con la que tuvo dos hijos. En los últimos años vivía bastante retirado de los focos en su lujoso piso del Upper East Side, pero nunca, ni en sus últimas apariciones, se le podía ver sin esos elegantes trajes blancos y sombreros, marca de la casa.
La puntuación hiperbólica y el uso histriónico de las onomatopeyas han envejecido peor, pero su forma de narrar la vida, en textos de largo aliento, prolijos en detalles, y aun así llenos de energía, es adorada en las facultades de periodismo, donde El nuevo periodismo sigue siendo un manual de referencia. El nuevo-nuevo periodismo, el que empezaba a adaptarse a la revolución digital, sin embargo, no acababa de gustar a Wolf de los últimos años, quien lo veía sinónimo de prisas y brevedad, incompatibles con su concepción del relato. También abominaba del uso de la primera persona.
Otros cambios sorprendían al viejo Wolfe. En 2013, en una presentación en Barcelona de su libro Bloody Miami, alguien preguntó por una posible independencia de Cataluña. “Si Nueva York tiene un alcalde blanco [Bill de Blasio] casado con una intelectual afroamericana que antes decía que era lesbiana y con un hijo con peinado afro quiere decir que el mundo está cambiando y también os podría pasar a vosotros”, dijo.
Muchos más cambios sacudirían Estados Unidos años después. Tom Wolfe ha muerto con Donald Trump, un personaje tan prototípico de La hoguera de las vanidades, la encarnación pura del yuppie Sherman McCoy, sentado en la presidencia de Estados Unidos. Es un epílogo perfecto para la sátira de Wolfe.