MEMORIA DEL PRESIDENTE AMAZONICO (Final)

                En los meses en que don José Braulio Camporredondo gobernó el inmanejable Perú de parcelas enfrentadas, de gentes en perpetua discordia, bien pudo anotar su nombre en la vieja costumbre de rechazar los escaños, de acabar con los curules. Es decir, de cerrar el Congreso. Ganas declaradas o razones de peso no le faltaron, pero no se atrevió a lanzar contra el  legislativo, lugar de donde provenía, a desatadas y revoltosas hordas armadas. Y se resignó a fatigar la furia verbal contra ese otro poder estatal.

En ese tiempo de hirvientes broncas y enconadas reyertas tantos peruanos, como ahora, creían que tenían derecho a ser presidentes o parlamentarios o próceres de la patria que pugnaba por formarse, por ser, tarea pendiente hasta ahora. El ejercicio del poder era una disputa con y sin cuarteles. No se guardaban las formas ni se daba descanso a la insurgencia. Todo por disfrutar del protagonismo y de las tantas mieles propios del rubro.  El presidente de ese entonces, don Agustín Gamarra, como ya hemos visto, no delegó a nadie la segura derrota de sus opositores y marchó al combate. No confiaba, suponemos,  en nadie. El solo creía en él.

En los lances de las armas, en la vida de campaña en inhóspitos parajes, en la implacable persecución de los alzados, el referido mandatario no tuvo tiempo de apoyar a su relevo transitorio. Imaginamos que por ello el representante de Chachapoyas no se atrevió a más. Es decir, se quedó en la fase oral de su encono contra sus recientes compañeros de trabajo. Nadie, poco antes o poco después de la designación de Gamarra,  hubiera sospechado que las cosas acabarían tan bochornosamente.  En una pelea de perros y gatos entre los más altos poderes del país de antes.

En el discurso de estreno de su corto mando y fugaz mandato presidencial ante el mismo Congreso, don José Braulio era otra persona. Era el hombre conocido por todos que estaba muy empapado de los tejes y manejes de la labor en ese recinto. Era un buen parlamentario y en poco tiempo había conseguido la construcción de un colegio en Chachapoyas y la rebaja de los impuestos para el azúcar, el tabaco y la sal. Era, pues, un varón muy respetado y, acaso, admirado por sus colegas.

En el citado discurso echó flores y aromas a la digna majestad del recinto de las leyes, alabó el desempeñó de los congresistas de tantas filiaciones y bancadas, ofreció todo su apoyo a las brillantes iniciativas que emanarían de su verdadera casa  y, sobre todo, mencionó a la ciudad amazónica como su cuna sin renuncia. Es una gran verdad que el poder cambia a las personas, porque más tarde el senador amazónico se convirtió en un opositor de su propio lugar.

Entonces en el  juego de la vida política ese buen congresista pero pésimo mandatario perdió soga y cabra. Porque cuando el titular del pliego, el dueño del puesto, el rey del trono,  regresó  luego de sacar la mugre a sus adversarios, don José Braulio no tuvo a donde regresar. El Congreso en pleno, en ejercicio de sus funciones, con conocimiento de causa,  le desaforó en el acto, le sacó de patitas a la calle, le vacó con ganas o le revocó sin derecho a reclamo.