[La primera noticia del Amazonas]:

ESCRIBE: Percy Vílchez Vela


El poeta francés Charles Baudelaire escribió que cualquier hombre libre iba siempre a querer el mar. La frase se repetía como un sonoro mensaje, mientras contemplaba el rotundo Atlántico. Era la mañana y desde el segundo piso del castillo de San Marcos, anhelaba el océano, ansiaba la aventura más colosal, y veía también los barcos acoderados como esperando algo, veía el galeón de antaño que se había convertido en embarcación para paseo de turistas, veía las naves que lentas se acercaban a tierra. Desde esa altura todo parecía cambiar y el cielo estaba más cerca, la ciudad norteamericana de San Agustín se mostraba casi entera. El ansia del más largo viaje, el anhelo de travesías y el mismo misterioso océano, sin embargo, no me hacían olvidar ni un solo segundo al portentoso y lejano Amazonas.

Desde el segundo piso de esta fortaleza antigua, que ahora es un museo al aire libre, rodeado de cañones y de ecos de tantas batallas, no pudimos dejar de contemplar el Atlántico encrespado por el fuerte viento que apareció de improviso. En la memoria de esas aguas revueltas o revoltosas todavía quedaba ese viaje que hace siglos ejecutó Vicente Yáñez Pinzón.

El recorrido por la ciudad de San Agustín convirtió en certeza aquello de que Columbia era el nombre espiritual o poético de los Estados Unidos. La denominación, desconocida y casi nunca utilizada por nadie, es un homenaje al prodigioso almirante, Cristóbal Colón, que encontró un mundo inédito. Pero también es una referencia indispensable a tantos castellanos, capitanes, exploradores y clérigos, que anduvieron por este vasto territorio, que fueron los primeros en fundar asentamientos o poblados en los lugares dominados entonces por linajes oriundos que tenían como animales tutelares al bisonte, el búfalo, el águila y otros miembros de la fauna y de la flora. La recia voz española no se fue con el viento, sino que afincó como en ninguna parte en esta urbe que parece recién limpiada o lustrada o bañada. Luce, además, tan bien conservada que hasta las vejeces parecen nuevas y vitales, como la primera casa que todavía se conserva tal y como fue edificada hace siglos.

La repentina vista del océano tan cerca, tan presente, desató en nosotros el ansia de irnos sin regreso, sin puerto, sin isla, sin nada, extraño anhelo que de vez en cuando nos asalta. ¿Eso imaginan los grandes viajeros en el momento de partir? ¿O quieren regresar al lugar de donde partieron, conociendo que en cualquier parte envejecerán igual? Los itinerantes amazónicos estábamos de regreso. La carga de libros había disminuido en el auto alquilado. La jornada había sido cumplida, según nuestros pareceres. Estábamos en el Estado de Florida. Estábamos en la más antigua metrópoli fundada por los europeos en suelo de los Estados Unidos. Andábamos por San Agustín y un aire familiar, conocido, rondaba por allí. Eso se comprobaba cuando leíamos los nombres de ciertas calles. Estaban escritas en estricto castellano y decían Valencia, Granada, Córdoba, de Soto, de Avilés, Cádiz, Zaragoza. El castellano afincó entonces allí y ya no se borró del mapa, no desapareció ni cuando comenzó a gobernar el inglés.

La ciudad castellana, ubicada en un extremo del futuro imperio, fue fundada en 1565 por el almirante y explorador Pedro Menéndez de Avilés. Antes, hacia 1513, Juan Ponce de León no pudo afincarse en ese lugar. Sitio importante por su ubicación geográfica, por su cercanía al Atlántico, despertaba la codicia de los unos y los otros, de los que siempre y en toda circunstancia eran amigos de lo ajeno. Los hugonotes franceses fueron los primeros que trataron de apoderarse de esa puerta de entrada. No lo pudieron hacer gracias, justamente, a la decidida acción de Pedro Menéndez. En 1586 el pirata de su majestad, Francis Drake, asaltó San Agustín sin consideraciones derribando y quemando sus edificios. Después otro pirata, Roberto Searle, trató de hacer de las suyas, pero el tiro le salió por la culata. Luego volvieron a aparecer los británicos con ambiciones de conquista y de dominio. Ese fue el momento en que las autoridades de ese tiempo decidieron levantar un muro o una muralla o una fortaleza militar para defender a esa urbe bañada por el Atlántico. Era 1672.

El fuerte o castillo San Marcos parece una rústica y compacta mole surgida de las aguas del Atlántico y afincada en tierra como un seguro baluarte contra cualquier invasor. El que recorre sus espacios, sus ámbitos, no puede dejar de admirar la solidez inquebrantable del laberinto, la destreza de la estrategia militar que se anticipó a cualquier maniobra de los enemigos inevitables. El privilegio del uso del cañón fue todo un acierto que liquidaba de antemano la acción de los asaltantes. Pese a ello se dieron tantas batallas pero nunca ninguna fuerza o potencia consiguió desembarcar en San Agustín. Esa muralla se convirtió luego en salvación de los esclavos negros que huían de los lugares donde eran maltratados. En el fuerte Marion, que era como una sucursal del castillo aludido, se refugiaron esos libertos adelantados. Allí mismo, el ejército norteamericano encerró a seminolas, apaches, cheyennes y otros oriundos para que perdieran la voluntad, para que firmaran tratados onerosos y para que aceptaran vivir en reservas. El castillo, pues, tenía sus grandezas y miserias, pero fue fundamental para que San Agustín nunca abandonara su filiación castellana.

Desde el segundo piso de esta fortaleza antigua, que ahora es un museo al aire libre, rodeado de cañones y de ecos de tantas batallas, no pudimos dejar de contemplar el Atlántico encrespado por el fuerte viento que apareció de improviso. En la memoria de esas aguas revueltas o revoltosas todavía quedaba ese viaje que hace siglos ejecutó Vicente Yáñez Pinzón. Habían pasado 8 años del hallazgo fortuito de Colón y él, en el azar de su incierto itinerario, encontró la desembocadura de un río portentoso que se negaba a morir en el océano. El espectáculo de un combate sin posible armisticio, de una agonía fluvial sin término, debió acosarle durante un tiempo. Era la primera noticia del Amazonas que Yáñez nombró como Santa María de la Mar Dulce. Esa novedad fluvial definió durante años a las tierras encontradas. No existía entonces el oro de Cajamarca, ni las minas andinas, ni las esmeraldas costeñas, donde después iban a florecer ciudades. Existía ese caudaloso mar, ese grande río, que tantos querían como parte de sus dominios y reinos, donde después surgieron supuestas urbes míticas y legendarias.