Por meterme a una nueva aventura vocacional he renunciado a lo que más quiero en la vida. He renunciado a ti. Pero es insoportable. Tiene que ser, esa renuncia, momentánea. No hay forma de prescindir de la escritura. No la simple, la de los datos sueltos, de los hechos momentáneos. Sino la que lleva un poco de nuestra piel, la que provoca escozor en la dermis y, también, en la epidermis. Esa que te lleva a pensar dónde colocar la coma y, aunque ahora ya infrecuente, el punto y como. Esa que te lleva a consultar el diccionario y recordar al abuelo que llamaba «mataburro» a ese inmenso libro de tapa dura que ablandaba todas las palabras. Esa que, según me ha confesado, lleva a Beto Ortiz demorar cuatro horas para juntar quinientos caracteres. Esa que, según también me ha confesado, lleva a Fernando Vivas a ocupar cinco horas de su tiempo para elaborar un artículo para el diario «El comercio».
Por mis lecturas me conoceréis y por mis escrituras también me conoceréis. Yo soy lo que escribo y seré lo que siempre trataré de escribir. Con puntos y comas. Hoy he retomado la escritura que ojalá nunca abandone. Es decir, la que muestra mucho de mi y de mis sentimientos. Lo iba a hacer ayer porque era el día del maestro y trataba de dar un homenaje silencioso a ese maestro de maestros llamado Maurilio Bernardo Paniagua que no tuvo mejor idea que morirse un día del maestro. Como si con ello nos quisiera recordar que fue siempre un maestro y lo seguirá siendo. Y hoy, feriado escolar en varios colegios por esta efemérides, me he sentido desprotegido, nuevamente. Con ganas de todo y de nada. De saltar al vacío sabiendo que siempre habrá una sábana que se tienda para no dejarme caer. Hoy, para variar, he recordado más que otros días a ese hombre de pelos grises que se dejaba caer el mechón por la frente con la misma simpleza con que lo recogía con las manos para regresarlo a su lugar. También he recordado a los alumnos que fueron los monaguillos, primero, y después los amigos de toda la vida. Solo para mencionar a uno de ellos: Luis Gonzáles-Polar Zuzunaga. El popular «Puchín». Tan entregado a las causas del prójimo como quizás ninguno de esa generación que luego se convirtió en «trochero». Padre, ahí está tu alumno. Alumno, ahí está tu maestro.
Si pasamos a la estación de peticiones, pues pasemos. Ahí va uno. No me abandones, Maurilio, ni de noche ni de día, como rezaba mamá Julia en mis años de infancia. Que lo llamen como quieran los del frente, los de la orilla contraria. Cucufatería prematura, vejez adelantada, tercera edad premeditada, si prefieren. Pero solo en esta soledad, donde se escucha el tecleo de la tablet por el avance de la ciencia, he cerrado los ojos para recordar tu mausoleo allá en Valladolid, en el cementerio del pueblo. Y he lanzado una plegaria para que por lo menos, si es cierto que el alma existe y deambula en busca de colegas en pena, celebremos juntos este día en el que hay tantos profesores pero pocos maestros. Al maestro con cariño, más que con cariño con enorme agradecimiento porque en los momentos interminables de desconcierto eres el antídoto que todo lo puede y todo lo logrará. Gracias Maurilio, por la enseñanza eterna, similar a tus sembríos ciudadanos con los que cambiaste la vida de varios jóvenes que nunca dejaremos la rebeldía porque es una forma de ser cristianos a pesar que varias veces nos entre la duda de la existencia de ese rebelde con barba y pelo crecido que dicen que vino para salvarnos del pecado.