ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
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Cuando crecí y me transformé en un adolescente que andaba entre los quince y dieciséis años, la relación con mi padre se fue moderando. Ya no me golpeaba y hacía un esfuerzo por controlar los accesos de ira a los que cedía en el pasado, pero para entonces muestra relación estaba profunda e irremediablemente deteriorada. La verdad, no pensé nunca en ese tema en su momento, porque yo no racionalizaba mucho sobre nada en particular. Carecía en absoluto de cualquier sentido de realismo. Lo único que sabía era que la presencia de mi padre, cuando llegaba a casa luego del trabajo, cuando se introducía en mi habitación o cuando me llamaba desde cualquier punto de la casa con esa inconfundible voz agria, me infundía un miedo tan grande como siempre. En el fondo tenía muy claro que yo seguía siendo una de sus tantas propiedades, y que nada le impedía volver a desahogarse conmigo si él así lo deseaba. Con el tiempo he comprendido que lo más nocivo para mi no fue el terror físico, sino la cosificación. Mi cuerpo no me pertenecía, no tenía derechos sobre él. Yo solo podía representarlo, ser su significante. Lo que restaba era un ente temeroso y retraído, de escasa voluntad, con quien había licencia para ofender y ultrajar con impunidad y sin culpas.
De ese modo, cada domingo, metódicamente, me fue transfiriendo un atado de imposturas, una concepción de la vida irreal por anacrónica, carente de aristas, compuesta por una estructura de convenciones, apariencias y frases hechas que mantuvo e impuso durante años, al costo de negarme cualquier posibilidad de una franca y saludable visión del mundo. No me atrevería a asegurar si la inculcó conscientemente, pero sí que lo hizo del único modo en que era posible: desde la injusticia y la violencia. La injusticia y la violencia que puede blandir un hombre bueno, sencillo, cardinalmente materialista, abstemio, católico por reflejo, racista, antisemita, homófobo e irreductible votante de derecha.
Juan Carlos Yrigoyen en “Pequeña novela con cenizas” describe la relación con su padre y todos los que leemos esas palabras nos sentimos en la obligación de tomar esta novela de autoficción como una de autoayuda. Porque entre grafía y grafía uno siente que lo han escrito para quien tenga en su seno a un padre autoritario. Sino propio, al menos del vecindario. Juan Carlos ya estuvo hace algunos años en Iquitos acompañando al maestro Ernesto Cardenal cuando el poblador de Solentiname llegó a la capital loretana para hablarnos de su poesía. Ojalá que este libro sirva, además, para que Yrigoyen vuelva a Iquitos.
Solo a veces eres bueno escribiendo, no siempre, como ahora breve, pero bueno @JaimeVasquez… ojala regrese a la Iqt muy pronto @JuanCarlosYrigoyen…
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