Miro las noticias sobre los ilegales negociados que las autoridades realizan con total impunidad, el aprovechamiento de los fondos públicos para manejar propaganda electoral, las consultorías bamba, la aviesa y descarada destrucción de la memoria histórica y arquitectónica de la ciudad. La indignación me invade. Y para expresarla, usualmente recurro a la palabra escrita.
Hay otros, como Luis Cueva Manchego, que expresan su ira de modo, digamos, más polarizado. Algunas veces lo hizo a través del crimen y la enajenación. Ahora lo hace a través del pincel.
Desde esta semana, la Galería de Arte del Instituto Nacional de Cultura de Loreto se viene exponiendo “La Guerra”, reciente exposición individual de quien se hacía llamar a sí mismo – alguna vez – como “Tío Chacalón” , pero es mejor conocido en el mundo artístico por las siglas de su nombre completo: Lu.Cu.Ma. Lo que destaca, además de ver la innata técnica que ha ido depurando el artista (celebrada internacionalmente en la última Trienal de Santiago de Chile), es la batalla que ha decidido librar contra el hedor que nos rodea. Pero al mismo tiempo una guerra con los demonios que todos llevamos dentro.
En medio de todo, se encuentra el pintor, como un pararrayos que se alimenta de sus incendios, y retoza en la barbarie que se disemina en el mundo exterior.
No es fácil describir con palabras la intrincada personalidad de Lu.Cu.Ma. Con capacidad casi innata de transitar por los extremos de la sicopatología sin morir en el intento, este abultado ser de contradicciones y marcas indelebles en la piel ha generado una obra artística – ¡vaya uno a conseguirla en una sociedad donde es difícil siquiera generar un esbozo de vida coherente! – que tiene el enorme privilegio de construir en torno de sí un culto hardcore y militante.
No estamos hablando, por cierto, de una decisión meramente estética. Hablamos de un tránsito tortuoso. El Armagedón no es precisamente un discurso etéreo, es más bien algo que se lleva en la mente (Recuerden la escena en que el personaje encargado por Benicio Del Toro afirma en la película 21 gramos, tocando su cabeza cuando un cura le dice que por sus malas acciones irá al infierno: “El infierno está aquí”). El Infierno de Lu.Cu.Ma habitó durante mucho tiempo en su mente y en su corazón. No en vano es uno de los personajes estrella de El pintor de Lavoes, imprescindible libro de crónicas escrito por Luis Miranda que todo aspirante a periodista debería leer. Allí, sin que le tiemble la voz, escribe que alguna vez asesinó, cocinó y comió a su propio hermano.
Evidentemente, si le hacemos caso a La Divina Comedia de Dante Alighieri, todo aquél que transita por el círculo de las llamas perpetuas, también debe padecer el Purgatorio con el fin de llegar al Cielo. Lu.Cu.Ma hace tiempo dejó su dolorosa penitencia (admite haber encontrado a Dios en su camino y no se cansa de difundirlo) y ha logrado construir a partir de los fogonazos visuales que su prontuario y sus delirios le han permitido conocer – y experimentar – junto con un estilo pictórico chirriante, colorido, siniestro y psicodélico, una obra alucinada como alucinante.
Lu.Cu.Ma. es un poeta visual de la marginalidad amazónica, así como el notario pictórico del caos estético y la transgresión intercultural. Su poder consiste en haber permitido que se desempolvaran del olvido y el desdén de los señores feudales del buen gusto aquella primera fascinación del ser humano por lo estridente, por lo excesivo, por lo kitsch. En las almas de las buenas gentes de clase dorada y corazón oprimido, Lu.Cu.Ma. no tiene espacio debido a su talante para crear aquello por lo cual la nueva tendencia artística lo aprecia: su visión desprejuiciada del descenso a los confines del infierno dantiano (Y su vida, por lo que se sabe y él se encarga siempre de puntualizar, no se parece ni por asomo a una comedia)
Lu.Cu.Ma sin duda odia a todos esos miserables que se llenan los bolsillos con la plata de todos, a esos malditos que hacen sufrir no sólo al pueblo, sino a él mismo. En su propuesta, más allá de abominar de la guerra, explica los mecanismos con que deberíamos destruir a quienes él considera las Bestias del Apocalipsis. Y los retrata con nombres y apellidos, los lacera a través de su pincel, se ofrece como una suerte de cruzado inquisidor contra el Mal. Como en los postulados de la Iglesia católica, sabe que hay que luchar, resistir, apreciar el martirio (y las costras que se exhiben en el cuerpo). Lu.Cu.Ma cree fervorosamente en la guerra santa y lo replica en sus cuadros o en esos fascinantes cascos donde retrata imágenes de vedettes y señores risueños, elementos clásicos de la iconografía popular.
“La guerra es una droga” reza la cita inicial de la reciente película ganadora del Óscar, Zona de miedo (dirigida por la sorprendente Kathryn Bigelow). Esta exposición refuerza dicha visión. El conflicto interno es permanente y la calma sólo un detalle que no reviste mayor consideración. En la guerra se encuentra la salvación; en la abominación de lo impuro, en la destrucción de lo contaminado. Y en esa misión todo es permitido: la estridencia, la recolección de los pedazos, el retrato de las miserias que llevamos dentro de nuestras historias privadas.
Lu.Cu.Ma. se bate entre ambas destrezas, y aunque suene controvertido discutir sobre la calidad de su trabajo, también no admite dudas que, a su modo bronco y violento, ha sabido conformar una corriente que incluye pintores de todo talante y talento como Christian Bendayán y Miguel Saavedra, representantes intensos desde los cimientos básicos del fenómeno, como “Ashuco” Araujo, Lewis Sakiray o “Piero”. En aquella cofradía o hermandad cósmica, Lu.Cu.Ma. es el combatiente más chúcaro, el más virulento, el del tajo y la daga acechante; el Berraco multicolor.
Los creadores perduran en el tiempo y el contexto básicamente por dos cosas: por su capacidad para aportar al arte ideas o conceptos innovadores; y por su apasionada visión para retratar aquel espacio que los demás no son capaces de olisquear. Su universo pictórico es el de las emociones y los sentimientos. La gran contribución de Lu.Cu.Ma. reside en haber construido un hogar artístico con su inefable sensibilidad para alojar y asilar, dentro de sus demonios interiores, los agonizantes fragmentos del deterioro. Ahí radica su mayor victoria: en haber emergido del caos como habitante luminoso de su propia trayectoría.