Los tremendos banquetes del poder (III)
El desconocido emperador Kangxi era un glotón de alto calibre, un sibarita de otro lote y parcela. Para deleitarse a la hora de la surtida mesa no confiaba solo en su ávido olfato capaz de estallar ante la incitación de los aromas cocineros, ni le bastaban sus papilas gustativas para sacarle todo el extracto a los potajes. Usaba los ojos para disfrutar de las viandas servidas. Es decir, requería devorar primero con la mirada antes de dar cuenta del menú del día. Es posible imaginar su frustración ante un desayuno mal colocado en el plato, una presa cortada sin elegancia o un preparado lejos de una elemental estética a la hora de disfrutar de los alimentos.
El varón que también comía con los ojos, que primero desayunaba y almorzaba y cenaba con la vista, como ampliando su capacidad de gozar de las viandas, como reteniendo la imagen de lo que acabaría fatalmente convertido en heces, encontró la hora de su destino cuando contemplo por primera vez un banquete Manchú-Han. Este era un costoso regalo a los paladares más exigentes. La clave de semejante oferta no era solo los aderezos, las combinaciones culinarias, las sutilezas del mejunje. Era también la presentación como una alabanza al refinamiento de esa cultura milenaria. Hasta ese momento no era una comida extendida o popular, sino un consumo de unos pocos privilegiados que pagaban la cuenta para entretener sus ojos ante la exposición de los preparados.
El emperador oriental debió sentir que estallaba en el éxtasis ante esa especie de geometría gastronómica, como preparada por un arquitecto exacto, un matemático de mano segura, un paciente escultor de potajes. En su emoción fue más allá del mantel puesto y ordenó que ese banquete fuera la comida oficial de su gestión. No debía haber otro potaje como muestra de la comida tradicional de ese vasto país. El emperador de los ojos devoradores comió con mejor apetito a partir de entonces, se excedió en la faena de mirar primero lo que iba a fomentar su digestión, pero murió como toda criatura corta de días.
Pero su orden de comer también con los ojos no fue derogada por nadie. Ni por sus encarnizados enemigos ni los que procuraban aniquilar su memoria. Al contrario, ese tipo de comida siguió siendo el banquete oficial de cualquier dinastía o régimen. Entonces el poder de turno, el poder circunstancial, se encargó de pagar la costosa cuenta de esa gastronomía emergente. Los demás, los que gastaban antes, no se mostraron en contra de esa medida que de todas maneras les iba a aliviar los bolsillos.
Es mejor ser invitado a una cita culinaria que pagar el importe de tantos platos.
La costumbre de ese banquete excelentemente diseñado, primorosamente presentado, dura hasta ahora. Es decir, comer para los del poder chino no es un hecho anecdótico, un suceso sin importancia. El banquete del trono tiene una herencia, una línea de continuidad. El placer de gozar primero con los ojos antes del inicio de la ruidosa o callada masticación, es desde luego una manera de refinamiento, una manifestación de placer ampliado. Además, es costoso. No solo en dinero, sino también en tiempo.
El banquete que hace siglos oficializó el emperador de los hambrientos ojos es tan surtido que no se puede despachar en una sola y vulgar sentada. En forma seria y contundente, nada glotona, se requiere de unos tres días para dar cuenta de tantos preparados coloridos y sabrosos. En el mundo de hoy los emprendedores chinos comen más y mejor que nadie. Un banquete concedido por el poder en cualquier otra parte dura poco. Apenas lo que se demoran los comensales en despachar los preparados. Después viene la sobremesa, la descansada conversación y el hasta luego. Nadie se atrevería a perder tres largos días, comiendo.
No hablemos de banquetes ya que muchas de nuestras autoridades viven de banque en banquete, de la comida sibarita, las chelas y las francachelas. Sino miren las fotos que publica PC de Juanito, Luchito, Ivancito…
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