El escándalo de los congresistas fujimoristas, que con alevosía y ventaja  utilizaron pasajes oficiales para hacer descarado proselitismo político,  no quedó  como una raya más  del  tigre legislativo.  Los sectores más lúcidos de ese recinto, los que querían renovar la vida de los curules, decidieron cambiar las cosas. En tensos debates,  en interminables escaramuzas verbales y escritas, en prolongadas polémicas,  los congresales se perdieron durante meses. Al final de la batalla y sin un solo  combatiente  muerto,  se dio la nueva ley del congresista perulero.  La ley hecha no era una trampa, pues era innovadora ya que no permitía a ningún parlamentario cometer algo ilegal en el desempeño de sus funciones.

 

Los congresistas ganan ahora el sueldo mínimo vital, no tienen gastos de representación ni viáticos jugosos, pagan sus propios pasajes cuando se desplazan a algún lugar y cuando quieren invitar a alguien lo hacen con su propio molido. Si quieren tener asesores deben buscar alguna empresa que les pague sus sueldos.  No deben tener ninguna denuncia en contra ni ser sujetos de algún entripado judicial. No pueden reelegirse por ningún motivo ni faltar a las sesiones o a las actividades programadas del Congreso. Si mienten en su hoja de vida, son separados de inmediato de sus escaños.

 

La flamante ley purificó el rubro congresal pero trajo como consecuencia la disminución del apetito de buscar el escaño propio. Antes el que menos creía que tenía derecho a tener su curul. Hoy nadie casi quiere ser padre de la patria. El actual Congreso tienen apenas 12 representantes que a duras penas debaten las leyes, pues todos ellos y ellas tienen que recursearse para poder parar la olla. Las autoridades electorales no saben qué  hacer ante esa disminución del apetito por ser congresionante. Los expertos dicen que la única manera de hacerlo es subiendo drásticamente los sueldos para que todo sea como antes.