ESCRIBE: Eloy Jauregui
In memorian Luis Delgado Aparicio Porta
1.
El salsódromo fue la institución para los cuerpos ardorosos. Y la salsa se posesionó del sentimiento de los peruanos. Y en un principio del Callao y luego de Lima. El cabaret que se hizo carne para congregar a los amantes del desenfreno. Se cuenta las tribulaciones de un limeño anonadado por el cielo de tambores, de un joven al descubrimiento de los vericuetos del ritmo y el laberinto del sexo. Con los ojos erectos, leamos su incontinente música.
Llegué. Llegamos. El piso de losetas, las paredes forradas con retratos de futbolistas, las luces amarillas y azules, las mesas de fórmica, la barra y el escenario. Nadie se explicaba qué demonios tenía aquel lugar que hacía a las mujeres extremadamente nalgudas, qué diablos trastornaba y las hacia nalguear como ninguna [cf. E.E. Pizarro La carne es para morder p. 167: «carne mollar que ocupa todo el espacio intermedio entre el fin del espinazo y el nacimiento de los muslos. Muelle y acogedoras, aposento para caerse jamás muerto»]. Llegué. Llegamos. Bailaban tres parejas y una bailaba mejor. Llegamos unos y salieron definitivamente otros. Armando Cruzado pidió la primera cerveza.
Y estaba igualito Lucho Delgado Aparicio. También bailaba, pero bailaba como un príncipe. Un Tarzán rumbero en la selva del sentimiento y el feeling. Un Nureyev –con traje italiano– del trópico. Nadie se acercaba a su mesa. Era un personaje. Allí, elegantísimo, romántico y correcto, siempre rodeado de bellezas, siempre en el gesto preciso. Entonces descubrí el encanto de la palabra «caché». Entonces descubrí el otro rostro de la salsa, no esa de los seres culebrones, sino la de aquellos comunes mortales en la decisiva danza decente de la vida.
La bacteria del ritmo. Eso precisamente me atacó como la fiebre amarilla, más caribeña que asiática, como la malaria antes de ser maleado. Yo, pálido como una ocopa en medio de un mar de espinillas, ahogado por los trombones y trompetas, náufrago en la jungla de los tambores. Y encarcelado por el terciopelo de la noche, un puro púber en el blanco de la rumba. Entonces a uno le crecían los primeros pelos en la molleja, el bajo vientre y la huasamandrapa. Entonces uno era feliz, fibroso como la yuca, un torete suelto entre las mesas de la virginal arrechura y la ortografía del pecado y el pescao.
2.
Carlos Loza, un Nobel de la rumba y con zapatos amarillos, me dijo: «si no bailas, te bailan». Tenía razón el profeta, esteta de las guarachas, oyente de Don Américo y sus caribes, de El cuarteto Jiménez y la agrupación de Eduardo Armani. En Los Mundialistas -un garaje adaptado a restaurant danzant, en la última cuadra de la avenida Grau, pasando el hospital Dos de Mayo, y a la vuelta de mi tía Peta-, de noche era el templo de las profanaciones.
Ahhh, Los Mundialistas. Y se llamaba así y no asá, porque su primer propietario era Orlando La Torre, un futbolista que jugó en el mundial de México 70, y al principio los shows eran de música criolla, y boleros, y orquesta para bailar suavecito. Pero llegaron los chalacos -el swing tiene alma marina- y la simbiosis dio por hijo un extraño vivir y respirar aputamadrado. Cholo con zambo y una pizca de chino. Eran los reyes del achoramiento, un silletazo con patada a la luna y moría el payaso. Entonces se apoderó del recinto El Combo Loza, una formación salsera ortodoxa, del rico «llauca»: dos trompetas, dos trombones, bajo, tres cubano, conga, bombo y timbales, más tres cantantes y un animador que se parecía mi papá, don Peter Mac Donald, hombre del pelo, natural de Chincha.
Tres mujeres me pegaban contra el techo, me daban de alma, me amotinaban. Soledad, cajera de piel blanca y ojos tourbillons –carne blanca, más que sea de hombre–, Soledad y sus hermanas: Piedad y Caridad. O eran Caridad y Piedad, sintetizaba en la hermana Soledad. A Soledad la conocí mientras Vitín Esquivel cantaba «Un pañuelo y una flor». La conocí de los pechos para arriba. Es que siempre estaba sentada tras la barra. De los pechos para abajo era un misterio. En todo caso, yo hablaba con la mujer decapitada de los pechos para arriba. Casi un busto, su busto y su testa. Ella no iba a perder la cabeza por mi amor. Yo iba a perder el resto del cuerpo si no apuraba la cosa.
3.
Un domingo, después del hipódromo –entonces era un jugador jugado siempre a placé por el placer [el orgasmo del que llega segundo y no último]– me inflamé en la salsa del valor: por esos años el ron de quemar era mi perdición, un pirómano a mano con el dragón que me habitaba. «Y pensar que en mi vida fuiste flama» y me dije: «Intruso corazón, déjala quererla». Ella no contestó, apenas me mostró la factura de mi cuenta pero yo sentí que me estaba diciendo: «¿le has pedido permiso a tu mamá?». Era verdad, los 18 años no lo hacen a uno un «rechú». Yo me creía un «rechú» y no era un «rechú». Entonces el bolero terminó por liquidarme. «Yo no sé para qué, para qué son esos plazos traicioneros».
El show empezaba los viernes a las once de la noche. Llegaba la orquesta que dirigía el maestro Carlos Nunura con Oscar «Pitín» Sánchez, que recién había llegado de Nueva York. Aparecían primero los pitucos, muertos de espanto con sus muchachitas más jóvenes y más enamoradas. Después entraban los de la PIP con trajes de PIP y modales de PIP. Luego los faites y las marocas, al rato ingresaban los cafichos y sus nenas. Más tarde los maricas y los bancarios y las pamperas. Después los señores y la pulentería. Entonces se armaba el rumbón, y la jarana y el king y la vaina ¿Que qué cosa era la vaina? Eso, la coca, damas y caballeros ¡Y a gozar que el mundo se va ha acabar!
Con el tiempo me hice de conocidos, de gente mayor, conocidos todos en la jalea del vivir. «El Pato» Ordóñez, el timbalero, Nicasio Macario, el bongocero, Willy Porras notable policía plantado. Jorge Eduardo bancayán, el presentador, Jorge Verástegui, hoy el mejor fotógrafo de Lima. Y nuestra mesa se llenaba de cervezas como todas. Y se arrancaba la orquesta y nos arrancábamos nosotros en busca de la presa, femmes famosas de la noche, jamás fatales. Y su alegría era nuestro anclaje en su piel de higo lustroso por las grasas del deseo.
4.
El show terminaba recién el lunes por la mañana. Así terminábamos en la cizalla de la resaca. Así, los cuerpos se desahogaban en la sábana de la rumba. Pero eran tiempos del caldo de gallina negra, de los seviches en las cantinas de la Av. Iquitos. Había que trabajar y escuchar los discos de ese flaco increíble, el Héctor Lavoe, escucharlo para cauterizar el alma. Había que preparar los zapatos macarios para el próximo viernes. Y otra vez Soledad. «Hola Soledad» de Rolando La Serie. Y buenas noches Soledad. Y mozo, sírvame en la copa rota y que quiero sangrar gota a gota el veneno de su amor. En Los Mundialistas uno se hizo de fierro, por lo de la chaveta y el revólver. Y la bronca nos tatuó como las congas de Ray Barretto, el indestructible.
Pero una noche la saqué a la pista, no de la calle sino del baile. Fue un descubrimiento, una revelación. Era divina del busto para abajo. Cuando danzaba, su cintura -el resorte de la lujuria- evolucionaba como yo me engolosinaba. Su talle, sus caderas, el correcto equilibrio de la belleza salvaje. Aquellas caderas al ritmo libidinoso de «Un verano en Nueva York». Y las piernas suicidadas en sus zapatos de taco aguja y sin talón, y sus medias con raya atrás, dos bastiones bajo el pórtico de las delicias. Soledad acompañada. Soledad para el oscuro mensaje de la sangre. Entonces, susurré en su oído: «¿Sabes preparar arroz zambito?». «Sí -dijo ella como una madre de pecho- y muchas, y muchas cosas más», agregó Gregaría para el resto, sola para mi solita.
Que si esto es escandaloso, es más vergonzoso no saber amar, dice otro bolero, pero esa es harina de otra rockola. Lo cierto es que en Los Mundialistas, vi desfilar las humanidades más increíbles y maravillosas de esta ciudad. No está más Los Mundialistas, el toque de queda de los militares lo acabó reduciendo a un remalazo de melancolía. Era difícil seguirle el ritmo porque era auténtico. Y hablo de Los Mundialistas virginal, el macho, el del negro «Tomate» y el cholo «Caminito de Huancayo», antes que lo invadieran los «progres», aquellos intelectuales que una noche salieron corriendo porque Herculano Soto sacó la pistola e hizo tiro al blanco con un negro. La salsa, ladies and gentleman, puede ser ética, moral o filosófica. La salsa la puede interpretar el Grupo Niche para que la goce el propio Nietzsché. La vive este servidor para que nadie le quite lo bailao.
Editado del libro: Usted es la culpable. Editorial NORMA. Lima 2004.