Entonces en el reino inferior, en el dominio subterráneo, los Machiguenga inauguraron la sede del terror primordial, del miedo primigenio. Era un antro que apareció como negación del condado de la luz, de la escalera de luceros, del cetro de Inkite. Para arribar a ese lugar el viajero, el castigado por sus maldades, se internaba en las estériles aguas del Kamabiría y avanzaba luego hacia el Gamairone o río de los muertos, arteria de cauce angosto, de caudal belicoso y con abundantes remolinos. En el desolado desierto encontraba a los Kamagarinis, seres jorobados, cubiertos de sendas aletas y zarpas, que custodiaban el laberinto y que se encargaban de trasladar a hombres y mujeres a los lugares del suplicio. Las Inaenkas eran mujeres de variadas vejeces, de cuerpos deformados, que castigaban arrojando ráfagas de agua hervida. El soberano de esas tinieblas era el siniestro Kienkibakori, que era vigilado por unos pigmeos que para defender a su líder arrojaban perpetuamente vientos sembrados de plantas envenenadas.
En el principio de las cosas del mundo, en los dominios inferiores, las naciones de la maraña inventaron otros ámbitos donde señoreaban mandatarios de las penumbras, caudillos de las sombras que se confabulaban con el mal, el dolor y la muerte. Esos antros eran la negación de la región más transparente, de la armonía de la tierra original, del tiempo definitivo y le habitaban entidades desagradables, seres repelentes y todas las fealdades posibles. Desde las tinieblas se dedicaban a entorpecer la vida de hombres y mujeres en un ciclo de agresiones incesantes. El poder de que disfrutaban no era aplastante ni podían decidir el destino de nadie, sin embargo. La misión de esos ámbitos era contener en lo posible las agresiones, las avaricias, las ingratitudes. Las sedes ancestrales de esa índole no fomentaban la purificación del pecado por la tortura ni buscaban la reivindicación por la expiación.
El arribo de los misioneros con la noticia de un caudillo poderoso que se llamaba diablo, que era el culpable de la caída del mundo, que se oponía directamente a la divinidad, que le disputada palmo a palmo los fieles, que era dueño de incontables estrategias para medrar y tentar, que gobernaba un lugar denominado infierno donde los que no cumplían los dispositivos o que cometían pecados eran sometidos a castigos inauditos, no alteró directamente los antros primigenios. El demonio con sus ridículos cachos de cornudo posible, su vocación por incrementar el sufrimiento, su inclinación por la fealdad, no tuvo éxito. Pero encarnó la patente para el invento de un demonio de nuevo tipo. Un lucifer castellano, un belcebú blanco. La demonología terrestre se incrementó con la aparición de varios emisarios de maldades que a veces no sólo se referían a la capacidad de tentar sino que hablaban del porte y los símbolos de la conquista castellana, con sus incursiones descabelladas, sus soldados y sus ridículas vestimentas y sus campañas desquiciadas. Entonces los moradores de las tinieblas ancestrales cambiaron de rostro, se animaron con esos personajes bastante peculiares.
Los Asháninca reelaboraron su visión del mundo y originaron un mito de origen del desastre del cual todavía no se recuperan. Los forasteros estaban ocultos o escondidos dentro de una laguna cercana a los indígenas, como esperando la ocasión de dar el zarpazo, de sacar las garras. Un buen día un nativo escuchó los ladridos de un perro perdido que surgían de aquella fuente de agua. El varón intentó pescar al can con un señuelo de plátano. El mejor amigo del hombre no consumía cosas crudas. Entonces surgieron los hombres blancos como una maldición y decretaron el exterminio de los Asháninca. La laguna se secó de improviso, y el único que logró sobrevivir a la matanza fue un sheripiari, un shamán, escudado detrás del poder del tabaco. Este después recibió la hierba mágica conocida como ivenki y los invasores fueron despachados a mejor vida. Uno de ellos sobrevivió y huyó al Ucayali, desde donde comenzó a conspirar contra los indígenas.
Esa concepción desastrosa sobre los forasteros hizo que ellos mismos consideraran que en algunos casos el demonio adquiría la apariencia nada edificante de un sujeto blanco con grandes patillas. En términos amplios la misión del mal estaba en manos del Kamagari, monarca de las tinieblas que era dueño de una obsesiva persecución contra dichos indígenas. Era por ello necesario que se mantuvieran en perpetua alerta. Para oponerse a los Kamagari no ejecutaban defensas de oración ni señales de la cruz cristiana, como podría esperarse después de siglos de intento de evangelización, sino que regresaban a la solución ancestral contra los daños. Es decir, bebían la savia del charero y realizaban labores de limpieza con la quema de las hojas y cortezas de dicha planta. La defensa se completaba cuando pronunciaban conjuros secretos y especiales que habitualmente no figuraban en su idioma diario y que era conocido por algunos líderes.
Los Yameo no perdieron su tiempo en distracciones sobre demonios con tridente y otros adornos para perturbar a humanos y humanas, y sacaron de la manga a un diablo español con un sombrero que le cubría el rostro, portaba unos cuernos ocultos por el desorden de sus cabellos, y vestía prendas oscuras y altas botas. Era un Satán activo que trabajaba en el daño a tiempo completo. Es que podía aparecer de improviso en el bosque con afanes nada edificantes. Es decir, provocar miedos, iniciar persecuciones. Era, además, un sujeto temible y tanático, pues su oficio principal consistía en buscar moribundos para ayudarles a acelerar el viaje final con el ánimo de conducirles a su morada. Era incentivador de difuntos, fomentador de velorios. Para cumplir con ese oficio no vacilaba en entrar a cualquier hora a las mismas casas donde ocurrían agonías.
Para los Yagua el mundo principal era un sitio de los ancestros donde nadie moría, donde cada elemento estaba representado para que sobreviviera a todos los diluvios, todos los incendios finales, para después regenerarse y regresar al modelo primordial. Era un lugar eterno, un sitio arquetípico y que se parecía bastante a la tierra de hombres y mujeres. El universo era un modelo compuesto por cosas unidas o enlazadas entre sí, semejante a una maloca o a dos malocas dispuestas en dirección opuesta la una de la otra. Existían allí varios niveles superpuestos que correspondían a igual cantidad de mundos poblados, cada uno separado por un cielo. La concepción más acabada era la presencia de un mundo subterráneo, un mundo intermedio, los mundos del cielo. En el mundo inferior residían los hombres blancos creados al último con la condena de usar prendas para no ser afectados por los rayos del sol. Los que fueron influenciados por la prédica de los misioneros tenían una divinidad conocida como Risio. Eran los pecadores que padecían el tan temido infierno.
En el terreno de la más absoluta seriedad los Cocamilla consideraban que el diablo era un sujeto bastante limitado, un parásito de las sombras que no podía tener mucho poder. La limitación que le maniataba era que no lograba adquirir forma humana. Era un ser que debía de resignarse a camuflarse dentro de ciertos animales repelentes y de entidades sospechosas como el Yacuruna, que era la transformación acuática del hambre fornicario del misionero español. De tal suerte que el pobre diablo no tenía más remedio que volverse un soberano del escarnio, un monarca de la burla. Entonces los Cocamilla inventaron el rito de los maicucos o diablos blancos, tema que veremos con amplitud en el capítulo séptimo cuando hablemos de los ritos.
La demonología de la maraña no se quedó en un simple ataque a los forasteros, que podría ser visto como un racismo al revés, ni en el simple ajuste de cuentas, ni en el exorcismo de las impotencias y los miedos, ni en la sátira pública. En determinado momento volvió a sufrir una conversión. Entonces en el imaginario surgió la figura de un diablo bromista, divertido y aguerrido defensor de la ecología. Era el Chullachaqui, varón de figura insignificante, de pies desiguales, de asombrosa capacidad de mutaciones, que habitaba debajo de cualquier lupuna, que tenía hasta su propia chacra, un sembrío de forma circular. El aparecía en cualquier momento con burlas, que tenían que ver con el manejo del espacio y del tiempo en el bosque, a los caminantes solitarios, los cazadores extraviados, los montaraces alejados de poblados. Después que lograba hacerse entender, solía conceder beneficios, dones. Cuando ocurrían atentados contra la salud del bosque o del agua, el Chullachaqui perdía la sonrisa y otorgaba su ejemplar merecido al infractor. El colmo, en la maraña había aparecido un diablo benefactor y justiciero, lo cual abría las puertas para la aparición de un imaginativo escriba que insistía en describir al Edén cristiano en la floresta, como una oposición al terrible infierno.