LOS GOLPISTAS DEL PATIO TRASERO (IV)

El conjurado entre los altos y pequeños bosques, el golpista de los indómitos ríos,  era el señor José Angel la Torre. Era junio de 1884 y desde Chachapoyas pretendía arrendar por Iquitos, donde pululaba un enjambre de mazorqueros. Pero, al parecer, el aludido carecía de destreza en el motín de las armas, en el arte de derrocar al enemigo. Porque calculó mal sus evoluciones trapaceras, sus desplazamientos en la fronda, sus maniobras entre cerros, malos caminos y otras penurias, y fue embestido por el subprefecto de Alto Amazonas que salió desde Yurimaguas a detenerle con armas y efectivos.

El contra golpe desató la incertidumbre y se armó el caos. En medio de versiones confusas, de tremendismos sobre intervenciones estales y otras hierbas, fue nombrado el señor Vicente Najar como nuevo prefecto. Los comerciantes apoyaron esa designación y la Torre se quedó sin nadie a quien derrocar. Pero no renunció a sacar su tajada de la situación. Algo tenía que ganar después de haber contribuido a sacar del trono a David Arévalo. En las negociaciones que propuso, en las tomas y dacas del momento, obtuvo un premio consuelo bastante discutible: subprefecto de Alto Amazonas, de donde justamente salió el que le hizo astillas. No sabemos si ese  cargo, subalterno de todas maneras,  contentó sus ambiciones de poder. Pero ello no importa.

El señor Vicente Nájar no tenía tiempo de atender peticiones y pataletas, de curar vanidades heridas, de agradar a los demás, porque ardía su jurisdicción. Un miembro de la edilidad de Maynas, don Juan Bautista, porfiaba en la revuelta exigiendo la cumbre prefectural. El cargo le había dejado David Arévalo antes de huir. De manera que Najar nombró al señor Enrique Espinar para que calmara los ardores de ese mazorquero vinculado a la casa consistorial de este tiempo. Este comandó una fuerza de 51 efectivos para darle su merecido a ese golpista impertinente.

En labores de violencia, en arduas jornadas de estrategias y efusión de balas, las autoridades de ese momento histórico  perdían un buen tiempo. Cada uno de ellos tenía que andar con cuidado, sospechar de todo el mundo, buscar alianzas con los caudillos para no perder ni la soga ni la cabra. Los variados intereses afloraban descaradamente y todos creían que la mejor manera de defender la propia causa era apelando al golpismo. Y se dieron a golpear como si se tratara de un deporte dominical. Todo cambiaba cuando en Lima caía un caudillo y otro le reemplazaba. Eso ocurrió esa vez y don Miguel Iglesias tumbó a Cáceres.

Desde los escombros del derrocamiento, desde las cenizas de la derrota, surgió el señor Benjamín Medina para recuperar el cargo. La pérdida del trono no le aniquiló ni le hizo desaparecer de la escena política. Muy por el contrario, debió afinarle la destreza para moverse en las turbulentas aguas de entonces. De improviso, sin ninguna advertencia, fue nombrado como prefecto por la nueva gestión debido a la labor de los padrinos, los partidarios, los expertos en repartir las nuevas tortas. La vida enseña, los golpes también. Y Benjamín Medina aprendió de su pasada experiencia en que fue derrocado.

El que pestañea muere, debió ser su flamante  credo o su doctrina personal para no perder nunca más la proteica ubre. En su gestión andaba haciendo malabares, repartiendo promesas o gangas y buscando evitar que los comerciantes se irriten y le armen pendencia, cuando en el horizonte apareció el señor José Mercedes Puga con otro intento de golpe. El impulso letal venía  desde Chachapoyas. Esa vez Medina actuó velozmente. No solo envió soldados, dinero y armas a Moyobamba sino que se fue personalmente a la batalla.