LOS GOLPISTAS DEL PATIO TRASERO (III)
El señor Justo Figuerola fue, en determinado momento de su vida, un inapetente del poder, un varón de inclinada tendencia hacia la renuncia irrevocable de la apetecible mamadera, de la colosal ubre, pues perdió la presidencia de la patria perulera en un segundo de vacilación. Y poco después de haber juramentado el alto cargo y no por la furia de una asonada militar, una enconada revuelta de sus enemigos, sino ante una simple manifestación callejera. El citado, por cualquier motivo difícil de entender, ordenó a su hija que arrojara la banda presidencial por el balcón de su casa. Y así, como jugando a las cartas o pateando latas, se quedó sin el trono. Algo de esa extraña estampa esquiva tenía el señor Benjamín Medina.
El señor Medina tenía su apellido bien puesto como que descendía de una familia de repleta billetera y de negocios al por mayor. Era, de acuerdo al testimonio de Frederica Braclay, un hombre muy bien educado e ilustrado a la antigua y bastante enterado de los acontecimientos políticos de su tiempo. Además, tenía negocios o fundos por el río Ucayali y se dedicaba a la explotación de algún recurso de la maraña. Entonces no le faltaba ni medios, ni ganas, ni efectivos, para sacar la madre o la misma mugre al inoportuno golpista David Arévalo que venía con todo desde Moyobamba.
En efecto, cumpliendo con la vieja tradición nacional de derrocarle al enemigo, de sacarle a la mala, el aludido arribó a Iquitos con todas las tripas revueltas y las armas listas para terminar con ese prefecto que había nacido de un golpe callejero. Pero no encontró ni la sombra del aludido. El sillón del pequeño poder estaba vacío. El local prefectural parecía un liceo para señoritas. El golpista se enteró después que su enemigo se encontraba por el río Ucayali, vigilando sus negocios pues era sabido que ojo del amo engordaba al ganado. El derrocamiento fue fácil y Arévalo comenzó a gobernar desde Iquitos, reestableciendo el servicio de la aduana. Nada menos. Los comerciantes, tan sensibles al idioma de sus arcas o bolsillos, tan renuentes a pagar hasta un centavo, le armaron jaleo al recién venido y le recordaron que el Acta Popular ordenaba el cierre de ese servicio. El mazorquero de la remota región hizo milagros para convencer a los iquiteños que se requería de una entidad de esa índole en la ciudad que recaudara impuestos.
En todo ese tiempo el señor Benjamín Medina brilló por su ausencia. No sabemos cómo reaccionó cuando supo que otro ocupaba su lugar. Ni sabemos qué hizo para disimular o encajar el derrocamiento, pero no ejecutó ninguna medida, ni pacífica ni armada, para recuperar la prefectura. Nadie pierde algo, cualquier cosa, sin por lo menos zapatear. Pero Medina hizo silencio. Perdió el cargo sin disparar ni una bala de fogueo, como si no le importara el mando. Es posible que, en su fuero interno, en el fondo de su corazón o en el pálpito de sus entrañas, pensara que todo estaba perdido, que los tiempos no le favorecían y que iba a esperar otra ocasión para recuperar su cargo. Hecho que, efectivamente, ocurrió después.
El golpista que vino desde Moyobamba no encontró nunca resistencia en serio de nadie en Iquitos, lo cual sorprende considerando la rivalidad que existía entre ambas ciudades. Ese encono ya no existe, lo que demuestra la fugacidad de la vida, hasta de los enconos más cultivados. Es posible que David Arévalo pareciera un sujeto con poder luego de destituir, con el concurso de efectivos armadas, al subprefecto de Alto Amazonas. Y, también, porque entre sus decididos partidarios figuraba el subprefecto del Bajo Amazonas, Elías Babilonia. Entonces el que menos pensó en subir al carro del que iba ganando, modalidad bastante peruana como sabemos. Todo parecía una parranda en ese entonces. El pequeño poder parecía sólido, invulnerable, perpetuo, a lo menos por algún tiempo. Pero algo sucedió.
En la tensa lucha entre caudillos nacionales, entre próceres de distintos pelajes y tendencias, entre líderes ambiciosos, entre oportunistas que se creían con derecho a gobernar el país, se impuso don Andrés Avelino Cáceres. Como siempre en esos casos, este requería de su propia gente para que le ayudara a gobernar o para conservar el poder. Fue así que un cacerista de la remota provincia se sublevó. El hecho ocurrió en Chachapoyas y el alzado en armas avanzó a aplastar a David Arévalo que seguía en Iquitos.