ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
+A propósito de “Confesiones a una mosca”.
Gracias a la lectura del poemario “Confesiones a una mosca/Sonetos lisiados” de Javier Vásquez he ratificado que la poesía que llega al alma, que emociona, que provoca sonrisa y sentimientos opuestos es la que merece ser leída. Cuando se escribe con forro el resultado es 192 páginas de palabras autobiográficas desde el verso y la prosa. Seguramente pensadas durante y después de lecturas intermitentes en los viajes en motocarro por las calles de Iquitos y otros lugares. Porque Javier, sacándole partido al bullicio y desorden, ha desarrollado la habilidad de leer mientras esos locos del volante le trasladan de un lugar a otro en Iquitos.
“Yo no quiero / sentarme cada mañana / en medio de esta sala solitaria / para poder hablar contigo, / hermana. Quisiera hacerlo de otra manera. Por ejemplo / ir a los basurales / de la ciudad / para poder conocer / a toda tu familia / o buscarte en casa / entre los desperdicios / de la comida de ayer”.
Es uno de los primeros poemas con los que el ginecólogo Javier Vásquez estrena la publicación. “En este instante la vida me parece una naranja: agridulce, imantada a mis dientes y carnes. Entonces era una pared pintada de zarcos / que repartía sus luces en partes iguales”, es otro fragmento.
¿Cuál es el propósito de la palabra del poeta que se sabe inestable y efímero?
Javier Vásquez nos presenta dos colecciones de poemas, Confesiones a una mosca y Sonetos lisiados, ambos marcados por la misma disputa entre el espíritu y la razón, entre la belleza y la fealdad, entre el asombro y el automatismo.
En Confesiones a una mosca este insecto volador, asociado a la suciedad y el descuido, es también un espectador silencioso de nuestras rutinas (“algo sin sentimientos que / vuela de pared a pared / y que su único fin / es volar y parasitar”) y, a la vez, una presencia que nos socorre (“Mis alas se han extendido / para protegerte de ti mismo / y, aturdido por tus ideas, / mi pecho se ha compungido”). El poeta no es ajeno a su visita, pero se siente incapaz de establecer comunicación con ella, en una imposibilidad insondable y definitiva de la palabra (“No puedo explicarte con palabras torpes / lo que te quiero decir”). Se siente extraviado cuando el insecto aparece en escenarios y situaciones con belleza, pero cuando lo bello llega a su fin, la mosca levanta vuelo en silencio, porque ella “todo lo destruye, destruye la belleza”. El insecto, al final de la existencia, se encontrará con nosotros nuevamente, revoloteando sobre nuestros restos, mientras sigue dando pelea por sobrevivir (“Agonizando / al inhalar el gas / insecticida / tienes aún fuerzas”).
Los Sonetos lisiados son, a su vez, una suerte de cuaderno de bitácora, el diario de vida de una persona que nace en la selva del Perú y viaja a la capital del país. Es esa tierra matriz de la infancia 12 la que podría explicar el título: lisiado por quien padece de una lesión permanente extrañando la ciudad, los ríos y los paisajes selváticos. “He nacido pequeñín, ucase de canela”, dice el poeta, y rememora esos primeros años: “No recuerdo de leches ni de dientes / crecí como un cachorro con prisa / relamido por interminables caricias / de las mañanas y los torrentes”. El tiempo transcurre y la infancia se va “tan rápido como vino”, pero deja al poeta una diversidad de recuerdos: pelotas playeras, el conocimiento de la fe religiosa, el colegio como “una soleada caja de bizcochos”, sus padres, su mejor amigo, el primer amor. El traslado a la capital lo sorprende ya terminada la secundaria (“Lima entró en mi alma / sin pedir permiso, a golpes blandos”) e ingresa a seguir los estudios superiores (“La universidad era un reptil enorme, bueno / y hambriento, que devoraba jóvenes de pelo largo”). Sin embargo, la evocación de la tierra es constante (“la noche de la selva es una casa grande / donde transitan el más dulce sentimiento / y la parentela de rígidas tribulaciones”). La memoria lo seguirá persiguiendo pasados muchos años. Así, ya “abuelo y esqueleto de pasados tiempos”, Iquitos y Caballococha continúan presentes (“llevo en mis brazos tatuajes de las rutas / besos escondidos de remotos cienos”).
Estos poemarios, juntados en uno solo, son de alguna forma el resumen de la vida de Javier Vásquez. Desde su niñez, en la que el contacto con los libros es fundamental, hasta la actualidad, cuando sus lecturas son la prolongación de esa infancia. Además, los poemas son la demostración de su rica biografía y su vital geografía. Más allá de versos y un apego a la lectura y escritura que reflejan estos poemas, está la voluntad del autor en dejar constancia de su permanencia en diversas localidades y su afán por inmortalizarla a través de la escritura, en este caso la poesía, que, como bien han dicho los autores, es una forma de expresar los sentimientos. Con esta entrega, Javier nos comparte la felicidad de escribir y la ratificación de que solo la literatura será capaz de sacarnos del laberinto mismo que es la vida.
Laberinto que encuentra la calma, de alguna forma, en la poesía. No de un profesional de la poesía sino de un hombre que quiere a través de ella transmitir sus sentimientos. No de un hombre que tiene como pasatiempo la poesía sino de alguien que busca y rebusca palabras para juntarlas y emocionarnos con sus emociones. Javier Vásquez, médico ginecólogo, no solo ayudó a muchas mujeres en el alumbramiento sino que nos ayuda a comprender la vida con estos poemas que si alguna pretensión tienen es que desde la escritura podemos hacer más bella la vida.