ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
El 26 de noviembre de 1920 fue un día aciago para la Amazonía loretana. En esa fecha los directores de los más importantes periódicos El Oriente, La Razón y El Eco, convocaron a una manifestación pública y cívica para exigir la enmienda constitucional que permitiera la reelección de Augusto Bernardino Leguía. En ese acto, se podría decir hoy, se ayudó desde la periferia a sellar el destino aciago de un gobierno entreguista. Nadie sospechaba entonces que el citado se iba a convertir, con el correr del tiempo, en uno de los mandatarios más traidores que hemos soportado hasta ahora. Es posible que desde antes de volver al poder el líder de la llamada Patria Nueva conocía del nuevo entreguismo territorial en marcha. El régimen de Leguía fue tan lescivo para la Amazonía loretana que pronto estalló una crisis que exigía una enconada respuesta local. Fue así como apareció en el escenario regional el capitán Guillermo Cervantes Vásquez.
No se conoce actualmente los registros de su biografía personal, porque los jefes militares decidieron borrar toda huella de su paso por la tierra. Es posible que haya nacido en Piura donde pronto se destacó por su vocación militar. El dato muy importante que se tiene es que conoció personalmente al militar Luis Miguel Sánchez Cerro, quien sería después Presidente de la República del Perú, y con quien participó en una asonada militar en Puno. En Iquitos, el capitán Cervantes se mantuvo alerta a los eventos políticos que ocurrían a nivel nacional y local y no dejó de asombrarse de las lamentables condiciones en que vivían ciertos trabajadores de la capital loretana. Empleados estatales, funcionarios de todos los rangos, maestros y hasta militares dejaron de percibir sus pagos. La crisis se instaló entonces en Iquitos. Lo que vino a agravar la situación, creando las condiciones objetivas para el alzamiento cervantino, fue la orden del prefecto Temístocles Molina Derteano de firmar el entreguismo de Leticia a Colombia.
En esas circunstancias es que aparece el capitán Guillermo Cervantes como líder visible de la asonada. Era el 5 de agosto de 1921. Al inicio de la rebelión eran pocos militares subalternos, algunos oficiales y unos cuantos civiles. Luego el movimiento rebelde fue creciendo hasta alcanzar la cifra de 600 uniformados convenientemente armados y hasta 2000 paisanos provistos de fusiles que había en el parque militar de Iquitos. El resto de incorporados a la revuelta se convirtió en fuerza de apoyo. El nombre del flamante régimen fue Gobierno Federal Revolucionario de Loreto. La primera acción que tomó la inédita gestión, una medida muy importante, fue asaltar las instalaciones del Banco de Perú y Londres para retirar a la fuerza 23,300 libras peruanas de oro, la moneda oficial de esa época, para luego transferirlo a la tesorería fiscal con el fin de pagar los retrasados sueldos de los trabajadores estatales. La medida fue fundamental para que nuevos contingentes se incorporaran a la lucha emprendida. Todo ello permitió que se formara un verdadero ejército de revolucionarios dispuestos a jugarse la vida. Al menos eso se creía, equivocadamente.
Para funcionar con buenos vientos y ruta despejada el flamante régimen tomó medidas de emergencia como el lanzamiento público de una proclama: “Compañeros, los militares debemos dejar de seguir los pasos de los jefes de las tropas. El robo de vituallas, propinas y alimentos de nuestros soldados es escandaloso. Todo el presupuesto de pago para maestros y policías es desfalcado por los altos funcionarios. Las jóvenes generaciones nuestras nos negamos a seguir los pasos del gobierno y denunciamos el robo y el dolo de las autoridades a costa del hambre del pueblo y renunciamos a contaminarnos con la putrefacción de un Alto Mando castrense carente de honor”. Frontal, preciso, con una claridad desafiante ese agosto de 1921 se pasaba de boca en boca la proclama que, a la distancia, con algunos puntos y comas, podría ser de actualidad.
En ese clima de efervescencia fue instalada una Junta Provisional de Gobierno para que ejecutara las urgentes tareas administrativas de ese tiempo. También decretó el estado de sitio a partir de las 9 de la noche y nadie podía salir de sus domicilios. Se obligó a los empleados públicos a trabajar en sus oficinas bajo pena de despido si es que no asistían. Se prohibió portar armas a los ciudadanos y se cerró el puerto suspendiendo la navegación fluvial. Se reorganizó el presupuesto público de las instituciones estatales y se formó una expedición para difundir la revolución en Yurimaguas, Tarapoto y Moyobamba. Era un intento de buscar aliados para cerrar las fronteras amazónicas antes que se iniciara la represión del gobierno. La represión iba a venir, de todas maneras. La primera de ellas fue evitar la circulación del diario La prensa y detener a su director, Pedro Beltrán, por considerarlo el autor intelectual de la insubordinación. Se decía, además, que quien estaba detrás de todo era Luis M. Sánchez Cerro.
Augusto Bernardino Leguía, por su parte, ordenó el cese de envío del presupuesto a Loreto, determinó la suspensión de los vapores internacionales por cualquier río selvático y preparó las fuerzas de la represión. Las medidas pronto impactaron en la zona de la revuelta y los alimentos comenzaron a escasear. La situación se volvió color de hormiga y el gobierno provisional del capitán Guillermo Cervantes se vio obligado a emitir los célebres billetes. Era el 6 de octubre de 1921 y salieron a la luz pública 50,000 libras peruanas de oro en forma de media libra, una libra y 5 libras. Luego se emitieron 100,000 libras más. La inyección de ese dinero fresco no fue la solución, sin embargo, pues algunos ciudadanos se negaron a aceptar esos nuevos billetes.
En ese marco de crisis revolucionaria estallaron enfrentamientos entre las fuerzas rebeldes y las fuerzas gobiernistas como el del frente de San Martín que comandaba Ulises Reátegui Morey. El frente Ucayali Pichis defendido por Manuel Curiel y en el río Pachitea con la presencia de la cañonera América que contaba con la presencia del capitán Guillermo Cervantes. Los distintos enfrentamientos fueron adversos a los rebeldes. Estos tuvieron que retroceder y renunciar a cualquier batalla. El 9 de enero de 1922, seis meses después de iniciado el levantamiento revolucionario, el capitán Guillermo Cervantes Vásquez, después de una tumultuosa reunión con sus colaboradores cercanos, decidió abandonar la rebelión que comandaba. Después, navegando por el río Napo, partió hacia Ecuador. Nunca más se supo de él. Actualmente, ni siquiera se conoce el lugar donde fue enterrado. Se mató, sin entierros, una ilusión una vez más.
La rebelión encabezada por el capitán Guillermo Cervantes es hasta ahora la protesta más contundente que surgió en Iquitos. Durante unos 6 meses logramos funcionar como un estado independiente sin recibir ninguna ayuda del Estado, en franca batalla contra el centralismo. En la memoria queda todavía como una de las más grandes oportunidades que tuvimos para salir del atraso y la dependencia. Es muy difícil establecer quién o quiénes fallaron. La revolución cervantina quedó en eso. Sólo unos meses de efervescencia y luego la normalidad.
Si los diarios que circulaban en Iquitos pidieron en su momento la reelección de un Presidente de la República que terminó traicionando al pueblo, en Lima los diarios informaban de un llamado latrocinio del líder separatista. Más de 30 mil libras desaparecieron de las bóvedas, según fuentes oficiales. Los rebeldes contaron mucho menos. Buscando culpables financieros Leguía dispuso la no circulación por unos cuantos días del diario “La prensa”, pues se señalaba al director, Pedro Beltrán, como uno de los que apoyaba a Cervantes. Lo cierto es que, como tantos rebeldes, el líder de ese movimiento huyó de Iquitos y los datos económicos adquieren un color gris cuando de la cantidad de libras retiradas del Banco se trata. Averiguar si hubo o no latrocinio será una tarea inconclusa que nadie está interesado en emprender.