[En la “Manzana cultural” de Bogotá].

ESCRIBE: Percy Vílchez Vela


La figura gigantesca, gorda y grosera de Gargantúa apareció de improviso en nuestra memoria, mientras buscábamos entre las calles centrales de Bogotá los soberbios, inconfundibles y ampulosos seres pintados o esculpidos o retratados por Fernando Botero. La criatura inventada por Rabelais es una evidente exageración, una deformación de lo normal para escarnecer los errores o vicios humanos. El maestro colombiano también exagera, también deforma las figuras para entregarnos una colección de personajes pertenecientes a una nación de gordos, de rechonchos, de individuos ampulosos que hacen cualquier cosa en la vida, como si la humanidad entera fuera dominio exclusivo de un único linaje de gordos. Esa visión es de todas maneras una burla no evidente, no aparente, pero absolutamente real.

Pero si uno se detiene unos segundos más en alguna obra del pintor como “Personas bailando”, por ejemplo, cae de inmediato que algo anda mal en el cuadro. Porque ambos cuerpos voluminosos, cuerpos del hombre y la mujer en movimiento, no pueden coincidir nunca debido al obstáculo de la masa corporal, de la gordura que traba o dificulta todo.

Desde la entrada al Museo de Botero, ubicado en la llamada Manzana Cultural de Bogotá, damero auspiciado por el Banco de la República, el visitante es advertido de la ampulosidad estética que le abrumará en las distintas salas donde están las obras del maestro colombiano. Es una enorme mano tallada y pintada de color negro, que carece de cuerpo y que no muestra evidencias de querer saludar a los que entran, ni decir nada a nadie, ni guiar a ese nadie a través del laberinto de cuadros, esculturas, grabados, donados por el pintor que nació en Medellín. La mano está allí, inmóvil, indiferente, soberana, como obstaculizando el paso, como impidiendo la salida de la gente. Y es suficiente como una metáfora de toda la obra del referido artista sudamericano, como ya dijimos líneas arriba.

La estética pictórica de la ampulosidad tiene un personaje central en la obra de Botero. Es el ser gordo, nunca obeso, ni desbordado de grasa, que ocupa la mayoría de los cuadros. Ese individuo rechoncho, a primera vista, parece ocupar su ámbito sin mayores culpas, ni traumas. En los días de su vida puede hacer todas las cosas que ejecutan las demás personas, sin mostrar incomodidad, rechazo o dolor. Pero si uno se detiene unos segundos más en alguna obra del pintor como “Personas bailando”, por ejemplo, cae de inmediato que algo anda mal en el cuadro. Porque ambos cuerpos voluminosos, cuerpos del hombre y la mujer en movimiento, no pueden coincidir nunca debido al obstáculo de la masa corporal, de la gordura que traba o dificulta todo. Es decir, él y ella no pueden congeniar en el ritmo de la música, ni en la coordinación de los pasos inevitables del baile. Lo que hacen es disimular que bailan con unos rostros tan apacibles, contentos. Desde esa mirada más profunda, la pareja tiende a lo anormal, a lo cómico, a lo burlesco. Así es en los otros cuadros. Una aparente normalidad puede ocultar la ironía, la burla, la crítica de Fernando Botero.

En el prólogo de su monumental obra, el escritor francés Rabelais, dice que escribía para provocar la risa en el lector. La risa para él era una manera de curar a sus pacientes. Ello era cierto en alguna medida. Pero también escribió su magna obra para ridiculizar a individuos y entidades de su tiempo. En alguna parte el pintor colombiano declaró que en su pintura de seres ampulosos no existía ninguna intención crítica. El, además, tenía una cierta simpatía por los seres gordos o rechonchos. Ello no nos parece cierto. La obra desmiente al autor. Porque nadie que tenga algunos kilos demás puede ejecutar con comodidad cualquier cosa. Ni siquiera peinarse, como cualquier persona que tenga el peso en su lugar, en su cifra exacta. Y todos los seres ampulosos de Botero hacen cosas que no deberían hacer, imaginando que son otra cosa, esbeltos, por ejemplo. Ante sí mismos, disimulan, fingen, se engañan. Anhelan ser normales, pero la gordura lo pervierte todo.

Donde mejor se nota la ironía, la burla, de Fernando Botero es en los cuadros que se refieren al ejercicio del poder. La obra que muestra a un mandatario rechoncho, impecablemente vestido, elegantemente adornado, como para una ceremonia de toma de mando o una celebración oficial, es ridícula desde donde se le contemple. Ello debido al descuido físico del personaje, al imperio de la gordura corporal que le arrebata el ánimo del puesto, la gallardía del trono. En los otros cuadros los gordos ejecutan labores reñidos con ellos mismos. Ningún ser rechoncho puede participar en una batalla, con su labor de estrategias militares, su cruce de balas, sus escenas de coraje, pero varios personajes pintados por Botero se enfrascan en un risible conflicto armado. ¿En su sano juicio puede alguien negar que ese cuadro es una burla de la violencia, de las violencias, que desbordan la historia colombiana?

La primera evidencia artística que se refiere a la obesidad tiene siglos en la tierra. Un artista anónimo esculpió la venus de Millendorf. Es probable que la obra pretendió ser un homenaje a la gordura que en ese entonces era considerada como una ventaja. Pero las cosas al artista le salieron al revés. Esa venus no es un homenaje a lo ampuloso. Es la demostración de los estragos que causa en el cuerpo humano la abundancia de grasa. Los senos colgados, la barriga deformada que cubre la parte inferior del cuerpo, son evidencias más que suficientes de los estragos de la mala alimentación de antes. El ser más gordo u obeso que pasó por la tierra hasta ahora, Carol Yaguer, declaró que su vida era un real infierno. Años vivó postrada en su lecho y tratada dolorosamente por los médicos hasta que falleció. La peste del siglo XXI, declaró a la obesidad la Organización Mundial de la Salud. Los seres ampulosos de Botero están a un paso de ese mal. Y no parecen darse cuenta del abismo, e insisten en considerarse como normales. Así fomentan el ridículo haciendo lo que no deberían hacer. El maestro colombiano nos entrega, pues, una colección de humanos insensibles ante su propio drama, risibles porque insisten en ser lo que no son. Niegan la gordura evidente y pueden provocarnos la risa compasiva inevitable.