Hasta hace unos años el derecho a la intimidad era (sí, en pasado) un derecho inmaculado. Un derecho que las personas y los tribunales ponían mucho celo para que la intimidad de una persona no se difundiera. Es cierto, que había personas que vivían exponiendo su vida privada pero eran casos puntuales. Pero hoy esa exhibición es pública y masiva, porque no decirlo, hasta imparable. Más cuando los nuevos móviles (celulares) han generado el nuevo síndrome del yo con los selfies. No hay persona que tenga móvil que no se haya hecho uno. Todos pecamos. Pero de ahí a subirlos a las redes sociales ese es otro cantar. Esa exhibición ególatra está de la mano en difundir parte de la intimidad de la persona o de sus hijos (muchos de estos párvulos son los que más promocionan esas fotos). Por ejemplo, se sabe inclusive en qué lugar están esas personas o que comen – además de otras necesidades fisiológicas inclusive. Es vanidad elevada a la enésima potencia que las redes sociales sacan provecho a estas personas de baja autoestima. He podido ver a personas que exhiben sus diplomas profesionales en las redes sociales ¿alguien tenía duda de ellos? Es decir, se ha abierto una gran fisura sobre el derecho a la intimidad que en los nuevos tiempos vamos dando bastonazos de ciego para redefinir los límites. No es tarea fácil. En esta grieta del derecho a la intimidad están las publicaciones en los diarios a diario de noticias relacionadas con el sexo. Te llegan a decir cuántas relaciones sexuales debes tener a la semana o consejos banales sobre este momento tan privado y de tantas variantes. Aderezados con encuestas o estudios de las universidad o centros de investigación del shimbillo, con el perdón de este fruto. Cuando leo este tipo de noticias digo, en tono de reproche, que hemos abierto demasiado la puerta del derecho a la intimidad. Es como si en esas situaciones íntimas de alcoba escucharas que te hablan al oído la voz cascada de un intruso. Por favor, sepamos decir no a esta brutal intromisión.

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