Por: Gerald Rodríguez. N
Quizás, y sin temor a equivocarme, me atreveré a confirmar que la última versión de la realidad fue llamada Jorge Luis Borges. Sí, hablo de ese mismo hombre a quién le ha faltado más vida para vivir, vida y muerte le han faltado harto a ese hombre que nos enseñó que la realidad era más que una simple ilusión, esa indigencia que era su vida, que no le valió más que las minucias elegantes que nos dejó en aquellos estudios muy luminosos más que mil estrellas, que en cada escrito nos valió tremenda elucidación del arte narrativo y de la magia.
Aquel Jorge Luis Borges dedicó parte de su vida, al igual que a escribir cuento y poesía, a detallarnos informes reticentes y dolidos de algunos caracteres de nuestro ser que no eran tan gloriosos, pero que al final también lo eran como el de Melville, Shakespeare, Whitman, Joyce, Kafka, etc., para retratarnos hacia esa postulación de la realidad donde eran otros, o quizás iguales, pero que somos idénticos a ellos, a esos espíritus impostergables. Borges tuvo tal osada tarea de decirnos que todos éramos iguales, porque nuestras imposibilidades son precarias al no querer aceptarlo, Borges quiso demostrar que nuestra semejanza con la ficción y con la literatura no era el charro ejercicio de la invectiva, porque la vindicación de la falsa realidad no era la vindicación de la falsa ficción, sino que siempre serán falsos ejercicios de anacronismo que no restituirán nuestro tan semejante pasado. Borges era una de esas almas complicadas de afición incrédula, que operaba y divagaba siempre con el pasado y con el tiempo, con la posibilidad de llevarnos a habitar por el mundo al cual siempre hemos pertenecido y nos negamos a regresar. Jorge Luis Borges fue ese profeta de la imprescindible identidad intitulada, de las invenciones retóricas al cual dedicó vida y muerte a descifrarlas para luego reír y llorar por ellas, persistiendo en las tantas dificultades teológicas sobre el tiempo. Dios no lo simpatizaba. Al final Borges nunca nos ha negado el fervor de sus temas, aquel helenista adivinatorio, aquel que se deploraba por no haber dedicado más su vida que a destacar numerosas invenciones retóricas, Jorge Luis Borges quien sin pensar hizo que las primeras letras pasaran a ser segundas desde su indigencia laboriosa, su amor a la literatura era más grande que le de los dioses a los hombres.
La vida se le ha ido en rehacer las obras que nunca fueron impresas, Borges apasionado de las especulaciones, nunca deja de mostrarnos a través de esa prosa dubitativa y conversada las dimensiones de la vida, que se mete a inventar de todo, que sabe e ignora de todo, que duda de todo y sueña de todo. Borges es esa última realidad que me atrevo a decir que es él, que también es esa última dimensión del sueño y el goce por la verdad que no es verdad en este mundo, pero que en la ficción es más que ella, es toda la verdad con que inventó el mundo real, el mundo donde parecemos movernos, y que, con observación elemental, es y seguirá siendo una sabiduría permisible que se funda en Jorge Luis Borges, que también fue esa vida en profundidad, que bajo la condición indigente de nuestra letra castellana, y que con toda esa capacidad de atraer, le habían producido ganas de inventar una nueva lengua donde nunca hubieran letras más bellas que la que mostraría la más hermosa vida literaria.
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