La frase hecha la ley hecha la trampa, se cae de vejez, pero todavía puede expresar lo que a veces significa la justicia en estos predios injustos. No nos referimos a los inocentes que purgan largas condenas, a los que compran una sentencia, a los que retrasan con pagos una diligencia, a los que nunca pisan la cárcel pese a sus delitos. Esos son temas conocidos, repetidos, trillados y son parte de la triste fama que tiene ese poder en el Perú. Se trata de algo más elemental y que puede costar más de un ojo de la cara a cualquier ciudadano.
Es lo que ocurrió con el señor Freitas, como se explica en crónica aparte. Uno pensaría que todo se debió a que el asunto de la detención del aludido se debió a los inevitables papeleos de los procesos judiciales, al cruce de tantos querellas que requieren urgente atención, a las tensiones diarias para atender tantos casos, a cualquier motivo involuntario. El caso ya lo habíamos cerrado como una mala noticia de ayer. Pero tenemos que volver sobre el particular debido a una carta inesperada. Es una misiva que arribó a nuestra sala de redacción firmada y sacramentada por don Carlos del Piélago.
La carta nos alteró el ánimo. Tanto por las falencias ortográficas elementales, por los errores en la construcción gramatical más simple, como por lo que dice el aludido. Porque el dicho señor nos acusa de haber inducido a error al público lector. Averiguados los hechos, consultadas nuestras fuentes, nada tenemos que corregir de la información. Se trató de una metida de pata y de trompa de la justicia oficial. El señor de la carta debería saber que no se puede apagar el sol con un dedo y desde lejos. Debe saber, también, que errar sin corregirse es precisamente errar.