LA SALVACIÓN DE LOS CONGRESISTAS 

En franco ejercicio de un humor de primera fila, en uso y abuso de la saludable burla en la propia casa, uno de los más queridos hijos del mandatario Manuel Rodríguez hacía estragos y pampa de su progenitor entre sus amigotes. Allí mismo celebraba que su adorado padre careciera de un brazo, apoyo que perdió en una de las tantas batallas en que participó en vida. El hijo no se compadecía  de la lesión física de su progenitor, de la falta evidente de algo fundamental  para ejecutar actos o hechos manuales. Insistía en que gracias a esa carencia su padre andaba por el camino del bien, pues iba a robar la mitad de lo que rapiñaron los otros presidentes aztecas.

En el robusto índice de gobernantes de otro lote se luce, con impulso propio, con antorcha personal, el mandatario Manuel Rodríguez. No era peruano por desgracia o por influencia de la geografía o de la ley del azar. Era  mexicano desde el tuétano y en su gestión hizo muchas cosas al revés y al través. Castigó y multó, por ejemplo, a todos aquellos ciudadanos que se hacían los desatendidos y no se esmeraban en cobrar las deudas. No en pagarlas. En cobrarlas. Así acabó con la tecnología de la dilatación sin término, de la postergación eterna, del terrible perro muerto. Pero su invalidez no le impidió hacer funcionar la garra en el poder.

Es cierto que la falta de un brazo complicó en algo las cosas. Pero con paciencia y con algo de esfuerzo,  Rodríguez pudo remediar la situación de desventaja. Lo que demuestra que ni los impedimentos físicos pueden  contra la corrupción política. El congresista Miguel Urtecho, sino hubiera tenido esas desventajas corporales, esos impedimentos evidentes, esas trabas fatales, hubiera sido más letal y probablemente se hubiera zampado hasta los jugosos aguinaldos o aumentos o beneficios inesperados de los mismos parlamentarios. Los pobres parlamentarios entonces se salvaron de un atraco masivo, de una sustracción colectiva, de un robo agravado, ejecutado por un colega.