El hecho de mover el esqueleto, de tirar el ritmo, dejó de ser un simple pasatiempo sabatino o dominical para convertirse en un emblema del cambio radical en el Perú. El arte de bailar ganó su ámbito y acabó siendo el mejor antídoto contra toda violencia de género o especie en ese país belicoso surtido de cocineros y futbolistas. En vez de rajar del otro, de generar campañas en contra de esto o aquello, de frecuentar el asalto, ciertos peruanos de ambos sexos comenzaron con esa renovación, pues se dedicaron solamente a bailar. La ejemplar conducta pronto caló hondo en los demás y todos y todas imitaron ese festejo.
En vez de cobrar los suelos, de pedir aumentos, de exigir pagos atrasados, de buscar justicia, de añorar ir al mundial, los citados bailaban. Solamente bailaban. Si tenían inconvenientes en casa, si no podían parar la olla, si les sacaban la vuelta, no dejaban de bailar. Bailando se arreglaban las cosas, se componían los lances malos de la vida. La republica perulera pronto dejo de ser ese suelo poblado por seres taciturnos, melancólicos y cruzados por variados traumas.
Es que se había armado la parranda. Todo se convirtió en ruedo para el baile. Los bailarines inventaron otros movimientos, nuevos ritmos, e insistieron en difundir la idea de que bailando la vida era otra cosa. Todo fue bien a partir del hallazgo liberador del baile. En la actualidad, las elecciones se hacen en los salsodromos o en los lugares cumbiamberos y todo el mundo gana, hasta los perdedores, pues los vencedores arman una parranda del año que dura en su primera entrega 365 días con sus noches. Las autoridades elegidas no dejan de bailar en ningún momento, evitando así muchas cosas, sobre todo las antiguas y anacrónicas protestas que les quitaban el sueño.