La mañana de ese miércoles 29, mientras desfilaban bomberos voluntarios, combatientes antiguos, soldados rasos, perros rastreadores y otros efectivos del uniforme y del tropero, el mandatario peruano decretó, por vía oral, la rebaja del exiguo y franciscano salario mínimo vital. Todavía no se extinguían las protestas porque Ollanta Humala no dijo nada en su discurso veintiochero sobre ese salario de hambre cuando ocurría repentinamente esa medida que alteró para siempre la historia del país. La razón fundamental para que el mandatario disminuyera los escasos 750 soles era que en el calendario había muchos rojos y feriados cortos o largos. Sus asesores habían realizado las sumas respectivas y los resultados demostraban que los trabajadores se la pasaban de cantores y nunca recuperaban lo que perdían.
El nuevo salario vital era de 500 soles y para que nadie se queje el mismo presidente disminuyó su sueldo. También ministros, congresistas, asesores, altos funcionarios, periodistas adictos y otros seres vieron reducidos sus ingresos. Parecía a simple vista una democratización del sueldo primario, del ingreso básico, como una manera de incluir a todos y todas en un mismo saco, pero la mayor parte de la población no estuvo de acuerdo con esa medida salarial. Entonces se armó la trifulca. La protesta que más eficacia obtuvo fue aquella donde los trabajadores se enterraban vivos. En cualquier parte y a cualquier hora, cavaban sendos agujeros y ropa encima se metían en esas tumbas y amenazaban con no salir si es que no les restituían el antiguo salario que solo servía para sobrevivir a duras penas.
Los que más protestaban eran los congresistas salientes, quienes lamentaban su mala suerte y estaban tan decididos a volver al pasado que arrendaron por los cementerios y buscaron ciertas tumbas para protestar. Desde allí hacían una campaña tan feroz contra el gobierno que el retirado comandante fue obligado a retroceder algo y decretó, por vía escrita, que el salario mínimo vital era de 550 soles.