El 154 aniversario de Iquitos:
En el inicio de la marginal calle Inca Roca de Iquitos, marcado con el número 114, hay una casa de apariencia modesta. No se distingue en nada de las casas típicas de una barriada y el techo es de calamina, la pared es de ladrillo y tiene los colores celeste y blanco. En la sala se distribuyen pocos enseres de uso doméstico y desde allí se observa la abundancia de cuartos. Desde la cocina se puede ver una abertura que da hacia el cielo, como una interrupción del plano de las viviendas normales. La citada casa no solo es la vivienda de una familia peculiar, sino que es estación de paso, hogar efímero, de unos visitantes que vienen de muy lejos.
La casa de apariencia modesta es propiedad de una familia de indígenas Iquitos, los Paima – Guimak. Y es albergue de los nativos que de vez en cuando vienen desde la lejanía de San Antonio de Pintuyacu. Esa casa es el enlace entre la aldea y la urbe, entre lo rural y lo urbano, entre el pasado y el presen te. El viaje dura 2 días con sus noches y los que vienen a la ciudad son los descendientes de los primeros fundadores de Iquitos. En buena cuenta ellos y ellas son herederos de los primeros moradores de esta isla, de aquellos que la poblaron por entonces y que deberían ser los actores principales en los ritos o ceremonias del aniversario de Iquitos. Pero no.
El 5 de enero de cada año es una muestra de la celebración frívola, del espectáculo banal, del festejo estéril, que deja de lado, que margina, a los indígenas que dieron nombre a la isla. En este 154 aniversario se repite el manual de invitar a los nativos a una presentación pública en la plaza de Armas. Nada más como si se tratara de una simple pachamanca y no de una fecha importante. A lo largo del año no existe ninguna acción o atención para los moradores de San Antonio de Pintuyacu ni existe una política a favor de los descendientes de los primeros pobladores. Y ello es grave considerando la historia de esos nativos.
El misionero Manuel Uriarte dio la voz de alarma cuando dijo que los Iquitos iban a ser exterminados. El escritor César Lequerica, siglos después, creyó que esos indígenas no iban a sobrevivir debido a la plaga de sarna que les afectaba. Años más tarde, el señor Gabriel Paima Peña, dueño de la casa modesta de la calle Inca Roca, decidió realizar una campaña contra la extinción de su linaje. El riesgo de desaparición de esa antigua raza era una amenaza constante. En el ambiente flotaba la furia de la urna funeraria que se llevó a tantos linajes selváticos. Después de una ardua labor logró que se publicaran obras bilingües, pero ello no fue suficiente. La aldea de San Antonio requiere de ayuda para evitar el riesgo de la extinción.
La fundación oficial de Iquitos, ese 5 de enero de todos los años, es pues una fiesta amarga, una celebración con víctimas. Los descendientes de los primeros pobladores de esta isla son los convidados de piedra, los invitados a última hora, los parientes pobres que son convocados para llenar el revenido programa. Después de cumplida la fecha, luego de los ruidos, de los júbilos, de las misas, de los desfiles, de los discursos, se olvida que ellos y ellos son un patrimonio que enriquece la vertiente de las tantas sangres que nos habitan.
Desde el punto de vista de los herederos de los Iquitos, desde la razón y la verdad de esos oriundos, el 5 de enero de todos los años es una fecha discriminadora y marginadora. Ese 5 de enero de todos los años canta loas, lanza elogios, a los vinieron después. No estamos en contra de los aportes de los marinos pero esa preferencia no debe servir para pisotear los aportes de los indios Iquitos que fueron los primeros pobladores de esta ciudad. Desde la visión de los vencidos, los pisoteados, los convidados de ´piedra, se debe revisar ese 5 de enero de todos los años.