LA PUERTA PERVERTIDA
La puerta de la casa número 26, ubicada en la calle almirante Grau, estaba abierta de par en par. Era una evidente invitación a pasar adelante, a entrar sin ninguna duda, como si se tratara de un desbordante festejo, de una opípara cena o de una celebración por cualquier cosa, buena o mala, en el Iquitos de antes, en esa ciudad de provincia del año 1952. Pero lo grave de esa puerta sin cerrar, era la hora. Era la una y un minuto de la madrugada. El hecho no era normal. Los amigos de lo ajeno habían ejecutado una mudanza de ley del hampa.
Eso lo pensó el guardia Mario Basto que en ese entonces realizaba su sacrificada ronda nocturna, ocupación que era indispensable en vista de la sagacidad de los forajidos. El uniformado, como era normal en esos casos de emergencia, en esos episodios peligrosos, extrajo su pistola de reglamento y avanzó con decididos pasos hacia esa puerta. Hubiera preferido encontrarse con algún malandro en acción, con otro avezado delincuente que operaba por el mercado de Belén. Pero no había nadie. No pasaba nada.
La puerta estaba abierta, simplemente. Abierta de par en par como invitando a los cacos a efectuar una limpieza absoluta. Pero nada. Las cosas de la casa estaban en su lugar. Todo andaba en orden y ni siquiera se había perdido una aguja. Era más allá de la una de la madrugada y los moradores dormían a pierna suelta. Si los bandoleros hubieran sabido de esa ganga la cosa hubiera sido diferente. En las pesquisas que hizo luego el servidor del orden sobre esa puerta, arribó a la conclusión de que el propietario, Daniel Ríos Marín, se había olvidado de cerrarla y se fue a dormir.
En los brazos del regalado sueño se quedó hasta el arribo del pobre guardia que se desvelaba para velar por la seguridad ajena. En el código de entonces nadie podía ser castigado por semejante olvido, descuido o hasta pereza. De manera que Mario Basto nada pudo hacer para castigar a ese dueño que invitaba a los cacos a que dejaran de escalas, de ganzúas, de patas de cabra y otras modalidades para entrar a los domicilios.
La puerta abierta, y a cualquier hora en Iquitos, es ahora un imposible. El universo del hampa ha crecido más que lo hospitalario de antes. En el presente, son cuentos esos relajos del pan en la ventana que nadie agarraba, de la puerta abierta que nadie aprovechaba. La urbe ha progresado en otras cosas. Pero ha perdido esa inocencia cívica de confiar en los demás, de creer en la bondad ajena. De suscribir que la delincuencia era esporádica, pintoresca, folclórica. No auspiciamos la nostalgia del pasado, el regreso al ayer. Constatamos el deterioro en las relaciones humanas en una ciudad que se precia de su calidez, su franqueza, su buen carácter.
La puerta de ahora refleja el miedo a la mudanza nocturna, al asalto madrugador. El candado de hace poco, recurso extremo de la seguridad casera, no basta. Se requiere de otros implementos, de barras de hierro, de refuerzos, de seguros, de impedimentos variados, para que los avezados delincuentes no hagan la limpieza. Es posible que dentro de poco, si la inseguridad ciudadana sigue avanzando como un bólido, la puerta ni siquiera se abra.