En un lugar de la carretera hacia la frontera con el Brasil está el lugar oculto y secreto, donde se entrenan las desatadas fuerzas de Fernando Meléndez. No nos referimos a su celosos custodios, sus cercanos pateadores, los que son capaces de inmolarse por cualquier cosa. Escribimos con pena y rabia sobre las huestes que pertenecen al periodismo hablado, escrito, televisado, vuelto a escribir para nada. Allí, en ese lugar que parece un campamento, se prepara el nuevo periodismo, el periodismo que será ejercido como un delito a favor de alguien.
En esa cloaca los elegidos son sacados de sus camas a cualquiera hora y luego son bañados con licor, luego comen a sus anchas y comienzan a realizar extraños movimientos para impedir que algunos periodistas se acerquen al gobernador. Esos movimientos son los más grotescos que se pueden imaginar y consisten en empujar, estorbar, hacer sobra, impedir y cualquiera otra medida que convierta en un infierno la vida del periodista que quiere entrevistar a Fernando Meléndez.
Como es natural nadie podrá trabajar en esas condiciones pero los periodistas vendidos hace rato no se dan cuenta que la bonanza no durará mucho, pues se acabara dentro de poco, dentro de pocos años cuando el gobernador deje el poder pequeño. La prensa rastrera, pues, no se da cuenta que tiene los días contados y por mucho que chupe y que trague tendrá que ser juzgado en un futuro no muy lejano.