La celebración de la Semana de la Pollada hizo saltar al ruedo todo el espíritu de bronca, de litigio, de los enconados peruanos. En ese entonces, en el tiempo de los carnavales del 2015, el que menos se sentía cocinero real o imaginario. Creía que en cualquier momento iba a poner su restaurante como la panacea que lo llevaría a la cúspide. Y, como cualquier hijo de vecino, tenía su plato favorito, su potaje exclusivo. Y no era la famosa pollada, preparado más bien plebeyo que surgió como una negación de la clásica parrillada y su exposición de suculentas carnes de res.
La pollada, entonces, no era bien vista ni comida con gusto. Era un plato de relleno que no ocultaba su filiación monetaria, sus ganas de ganar un par de soles. Había nacido de la urgencia, de las ganas de evitar que la pobreza hiciera su agosto. Era un plato de segunda y por ello no podía ser homenajeado a nivel nacional. Los defensores de la parrillada, asado que expresaba mejor al peruano de buen diente y mejor paladar, pusieron el grito en el cielo y la cocina. Los que atribuían a la cecineada méritos mayores en el ámbito gastronómico salieron al ruedo gestionando grandes comilonas públicas. Los que no comían carne, aduciendo que eran cadáveres no enterrados, arremetieron contra esos platos que producían dolencias incurables. Los de la floresta reivindicaron la pangueada o la moteleada como platos bandera del país que creía que la comida era el futuro.
El tono de beligerancia sufrió una sentida alteración cuando el farandulero y restaurantero Mauricio Diez Canseco se paseó con una descomunal pizza, diciendo que el verdadero plato del Perú era lo que él preparaba. El resto de potajes no tenían ni la calidad ni el linaje de ese empalagoso preparado italiano. Fue así como surgió un nuevo candidato a ocupar el cargo de presidente del Perú.