La perpetua alerta roja
En la ironía más absurda de nuestro destino contrariado, de nuestra vida a la deriva, no hay agua suficiente en ninguna parte de esta ciudad, pero los ríos selváticos crecen como locos, como nunca. En su incesante desborde ya han superado el nivel de la creciente del año pasado, ya amenazan arrasar con cosechas enteras y con pueblos inermes, y los pobres grifos y las tristes duchas lucen abandonadas del líquido elemento. Son como adornos hogareños que de vez en cuando funcionan como torturándonos sin piedad ni clemencia. Esto quiere decir, en otras palabras, que estamos anegados, desbordados, inundados, sumergidos por tantas aguas y no podemos tener mucha sed ni bañarnos con frecuencia. Porque el agua potable es una deficiencia histórica.
El Amazonas, con su ímpetu y su prestigio mundial, solo bastaría para conceder toneladas de agua en cada minuto de nuestras vidas, pero pasa de largo. Pero se alejó de Iquitos y no tiene cuando regresar. De sed vivimos en un lugar donde lo que más hay es agua, como si fuéramos incapaces, inútiles, carentes de cualquier iniciativa. El agua para ti y el agua para mí abundan, pero en sus cauces correspondientes, en sus cursos conocidos y desconocidos, pero no en los estanques de la empresa encargada de no dar el servicio, pero sí de cobrar mensualmente como si tal cosa. Es más que absurdo esa contradicción que nos convierte en un lugar folclórico, picaresco, bastante risible, antes que en un lugar turístico, ecológico y otras monsergas.
La temible alerta roja desde hace tiempo parpadea en los domicilios de todos y de todas. Es una alerta feroz y permanente y no debido a ninguna inundación, sino debido a la ausencia del servicio de agua en la patria fluvial. Esa alerta roja debería ser atendida en los meses en que los ríos merman, en que las aguas bajan de nivel y de caudal.