Yo estaba dispuesto a dar la vida por ella. Después de mi madre, era la que más me protegía. Cuidaba que mis zapatos estén bien lustrados, mi camisa bien planchada y bien limpio mi mandil. Hasta una canción coincidía con todo lo que ella hacía por mí. No importaba saber quién había sido primero, si la canción o ella. Pero mi infancia la cantó esa canción a ella y con ella. Ella estaba dispuesta a pelear por defenderme de los malos espíritus que se presentaban en la noche y en el día. Aquellos que me metían “coscorrones” por atrevido o, simplemente, porque les gustaba verme llorar. Y yo he llorado muchas veces por ella. Aunque sea prestando lágrimas pero he llorado por ella y por donde se encuentre y con quien se encuentre. Mi cabeza se recostaba en sus pechos y encontraba el sueño infantil en medio del bullicio callejero. Yo también estaba dispuesto a pelear por ella. Creía defenderla de los desalmados que se querían exceder con ella. Creía maltratar a los que osaban insultarla para denigrarla. A mi manera, pero la defendía.
Hasta que un día se apareció un albañil que dijo que quería llevársela. Y se la llevó. Al enterarme he llorado en silencio y a escondidas innumerables veces. El albañil, seguro viendo mi cara de tristeza, mientras esperaba el momento propicio para llevarla me invitaba a tomar sustanciosos desayunos en el mercado de Belén, en la esquina de Ramírez Hurtado con 9 de diciembre. Ahí comíamos a montones. Sin ella. Pero con ella como centro de conversación. Ese albañil me alegraba con los alimentos pero me entristecía con su enamoramiento. Pero era inevitable. Tenían que irse. La llevaría por la Costa, Sierra, quién sabe. Pero la llevaría y me dejaría sin la mujer que velaba mis noches.
En la casa siempre la recuerdan. Cada vez menos. Pero de vez en cuando todos hablamos de ella. De lo buena y malcriada que era. De lo rebelde que se ponía cuando le insistían que haga no solo las cosas buenas sino que las haga bien. A pesar que sus manos estaban encallesidas por el trabajo de barrer, planchar, secar y “ventear” la tushpa yo sentía que su piel se enternecía cuando me cogía de las manos para llevarme a comprar algo en el bodeguero de la esquina. Todavía hoy -cuando escribo éstas líneas muy lejos de casa y de los míos- siento sus lágrimas cuando llorábamos juntos y ella apretaba sus dedos con los míos como diciendo “mientras estemos juntos nada nos pasará”.
Y, antes de concluir, me he preguntado por qué la recuerdo hoy: Y he llegado al convencimiento que es porque la siento perdida. Y todos tenemos alguien que se nos perdió en el camino. Que fue algo así como nuestro primer amor y nunca más volverá. Eso he sentido por María esta mañana que he visitado el Museo Nacional del Holocausto Judío en Washington y siento que ya no seré el mismo, que me ha venido como una película su presencia en mi vida y que es una de aquellas desaparecidas, como lo fueron las miles de personas que murieron y emigraron solo porque un tipo se creía superior.