LA ORDEN EXTRAVIADA DEL GENERAL
Entonces, el mandatario de la república incásica, general Manuel Apolinario Odría, arribó a la ciudad de Iquitos hacia las 10 de la mañana de un florido 15 de junio de 1553. El hombre de los hechos y no palabras no era navegante, pero optó por la ruta fluvial para visitar a esa ciudad donde hasta ese momento no había hecho gran cosa. En las instalaciones de la cañonera Marañón se embarcó con todos sus secuaces bien pagados, sus altos funcionarios y otros servidores para partir desde Pucallpa. En el nutrido itinerario de su majestad fue flanqueado o escoltado o protegido por las naves América, Amazonas y Ucayali y otros barcos de la vigorosa fuerza fluvial selvática.
En su largo recorrido por la floresta del Perú y sus hortelanos la delegación oficial se empeñó en dejar intensas noticias sobre su rauda presencia, mediante el uso de las sirenas y el abuso de salvas de artillería. La balacera indiscriminada debió haber asustado a los ribereños y ribereñas que tenían una fea experiencia con los barcos extraños desde las expediciones para exterminar indios, pasando por la pavorosa era del caucho y arribando a la inesperada visita ejecutando la cacería de la leva.
La flota oficial no dejó de acribillar a su gusto y antojo el aire y acabó en el atracadero del malecón, frente a la Prefectura, donde fue recibido por el ministro de Educación que vino antes de Lima, el senador oficial Víctor Casagrande y las autoridades locales que imaginaban que se venía la gloria de la torta presupuestal. El general desembarcó raudo y, de inmediato como le ordenaba su rango, partió hacia el municipio donde no dejó de suceder la recepción edil de rigor y donde dio un encendido discurso que se ha perdido para siempre. Lo que también se perdió, para nunca jamás, fue el terreno que don Manuel Odría ordenó al fiscal de ese entonces que recuperara para el Estado.
En ese entonces el Estado andaba en litigio con la acaparadora firma Strassberger que, como quien roba, se había apoderado del terreno ubicado en la antigua carretera a Punchana, cerca a la desaparecida quebrada de Celendín y junto a un camino que conducía a ladrillerías y lotes privados. Los alemanes supusieron que ese terreno, que medía más de 7 hectáreas, era lote abandonado, pero tenía su dueño. En ese lugar el gobierno nada democrático, o su madre, tenía el plan de levantar un moderno leprosorio. Todo estaba listo para la obra. Estaba el letrero, el monto, el contratista. Solo faltaba el veredicto de la justicia.
El general se marchó de la ciudad, donde por entonces tenía sus partidarios que no desperdiciaban una y el terreno jamás regresó a su propietario. El fiscal de turno como que se zurró en la orden del militar mazorquero, como que se hizo el desentendido con el deseo del gobernante visitador. La labor de hábiles abogados, de diestros picapleitos, hizo de las suyas y traspapeló las cosas, retrasó la devolución y, finalmente, liquidó el leprosorio en boga. Los afectados por el mal de Hansen tuvieron que seguir viajando a San Pablo. Hasta ahora. El resto del asunto es historia que no interesa sobre ese terreno que ni la rotunda orden de un general cambió de destino.
Ello es para decir que andábamos de malas en asuntos de buen gobierno, como si la partera nos hubiera malogrado el destino. Es desalentador constatar que ni un general de ese peso y corpulencia, ni un dictador de esa categoría y furia, ni un hombre impetuoso que no creía en las simples palabras, sino en la contundencia de los hechos, nada pudo hacer para revertir un simple terreno, para construir una obra de beneficio.
Percy Vílchez Vela