En lo más remoto e intrincado de la fronda del río Putumayo, como todo el mundo sabe, se levantó hace tiempo la bella ciudad de Iquitos. Sucedió que en cierta época, ante el mismo espectáculo de la primitiva, prehistórica y eterna basura, los combativos colectivos sociales se radicalizaron y no aceptaron regresar al sufrimiento con las mandíbulas aprestadas. Y convocaron a una asamblea interminable de donde nadie saldría sino se solucionaba para siempre esa desgracia cívica y social. Fue así como, luego de debates, pugnas, mentadas, insultos y peleas a puño limpio y artera patada, se arribó a la conclusión de que había que cambar de lugar a esa urbe que desde sus inicios estuvo mal ubicada.
La mudanza de los iquitenses fue una epopeya sin precedentes en la historia incaica y fue, también, un laberinto de inconvenientes, pues los migrantes se fueron con todas sus cosas más sus queridas, sus hijos en casas ajenas y otras cargas con la ridícula y risible estatua del impostor Casanova, los autos viejos y abandonados de tantas calles, los afiches de pasadas campañas políticas, la locomotora del tren del cauchero Arana, los fumaderos públicos y el porcentaje. El gobierno de entonces ayudó en ese sismo contratando naves de carga y pasajeros y regalando un bono a cada morador que se marchaba. Así los infames basureros de esquinas y callejuelas quedaron lejos.
En el más remoto e intrincado paraje de la selva del Putumayo surgió entonces la ciudad más limpia, lustrada y acogedora de todo el universo. Antes de partir todo el mundo se comprometió, bajo juramento y firmando una carta de compromiso, a no producir ni una sola brizna de basura. Ello hasta ahora se viene cumpliendo cabalmente. Nadie sabe qué hacen con los desperdicios esos ciudadanos fronterizos. El único incidente que paralizó a la flamante ciudad fue cuando, hace años, un ciudadano arrojó por descuido a la calle de tierra una colilla de cigarro.