La moda del casco se impuso finalmente en Iquitos este fin del año del 2014. El casco comenzó siendo apenas una manera de andar algo escondido, un incentivo a la batida tombistica, hasta que un publicista emprendedor descubrió su profunda vinculación con lo práctico. Y el casco no solo sirvió para cubrir la testa, sino que se convirtió en el objeto todo terreno y las personas comenzaron a servirse el desayuno o el almuerzo o la cena en el mismo casco con que protegían sus cabezas. Algunos, los más pudientes, compraron varios tipos de casco para no confundir las cosas, para separar el polvo de la paja, el maíz del trigo.
Los mismos transeúntes, esos seres que se demoraban o apresuraban en las calles con muchos baches, también admitieron que tenían mucho que ver con el horror de los accidentes de tránsito y, después de llorar por sus pecados cantineros, decidieron andar con sus cascos de metal en sus cabezas y nadie se sacaba esa protección ni a la hora de dormir. La ciudad parecía militarizada con tantos seres encascados, y los uniformados que izaban el pabellón nacional y marchaban como en desfile de fiesta de la patria se pusieron cinco cascos en la cabeza a la vez para distinguirse de los transeúntes, de los civiles.
La existencia en la ciudad se volvió un poco trillada, pues los cascos viejos y usados relevaron a las sillas, las bancas, los asientos. Hoy la ciudad es otra cosa. Es una posibilidad de hacer, de actuar, con casco. Nada puede pasar si cualquiera abandona en un rincón el casco. El casco es todo. Y ahora se sabe que le mejor herencia que puede dejar un padre a su hijo no es la educación hasta el doctorado, el billete a montones, sino una colección de cascos.